martes, 8 de noviembre de 2011

De vueltas y tormentas

Y quién dice que volver es sencillo. Ya sea volver a la casa paterna, al cafecito de aquella esquina, a la ciudad de origen, a la otra donde fuiste tan feliz, a la patria, o al lugar en el que estás viviendo tu historia reciente desde hace unos cuantos años. Hay vueltas que son un tango (o un bolero) y otras que son felicísimas. Pero hay unas que son espantosas. Esta reciente vuelta a la ciudad en que vivo, entra en esta última categoría. No sé si alguna vez lo dejé asentado por escrito acá, pero Turín me gusta poco y pocas veces. En estos días no me gusta nada. Es cosa de las circunstancias.

Verán, Piamonte es una especie de zona fausta donde Zeus se descarga cada vez que le coge uno de sus habituales ataques coléricos. Así como algunas personas se encierran en el baño a golpear azulejos, o se meten al bar de la vuelta a buscar bronca, o se trepan a la azotea para gritar a gusto cuando andan irritados del ánimo. Así, igualito. Pero en deidad. Y ahí llegan sus ejércitos de nubes y se ponen a tronar y a resplandecer y a tirar agua sin consideración. Quizás sean ataques que en perspectiva divina duran cosa de minutos, un grito y un puño estrellado contra una superficie dura y ya está. Pero en tiempo terrestre y mortal, la cosa se extiende normalmente por días y a veces por semanas. Y entonces caen cascadas y cascadas de agua y las esquinas se vuelven lagos y las calles riachuelos y en las colinas hay argayos y el Dora y el Po engruesan sus cauces y amenazan con desbordarse.

Cuando tal cosa sucede, uno se despierta con el repiqueteo de la lluvia, pasa el día entre bramidos y estruendos del aguacero y se va a la cama con el tintineo de las gotas y los gotones en las ventanas. O cualquier viceversa posible.

Pues así es como anda la cosa en los últimos días. Desde el viernes cuando el avión aterrizó en medio de ráfagas de viento y agua, hasta esta mañana, cuatro días después. Cierto que en estos tiempos aciagos, Liguria está sufriendo en serio y que esa es una verdadera tragedia que con ligeras variaciones de locación, se repite cada año. Pero esa es otra historia.

Yo vine con la intención de hablar de este microcosmos. Donde con este cielo gris y de un chorreante perpetuo, la vuelta está resultando espantosa. Y si me apuran, diría que hasta tristísima.

jueves, 27 de octubre de 2011

Crónicas chilangas 4 / En el taxi

- Aquí todo derecho, por Eje Central, por favor.
- Sí. Por todo el eje ¿verdad? ¿Hasta dónde?
- Pasando Izazaga.
- Ah, en Izazaga ¿para dónde, oiga?
- No, no exactamente en Izazaga. Unas cuadras más adelante.
- Ah, más adelante ¿verdad?
- Sí.
- Pero ¿a la derecha o a la izquierda?
- A la izquierda.
- Ah, a la izquierda ¿verdad?
-Sí
...
- Pero es que creo que en Izazaga no hay vuelta a la izquierda ¿no?
- La verdad, no lo sé, señor.
- Sí. Es que creo que no hay vuelta ¿verdad?
- Pero no se preocupe, yo no voy a Izazaga, sino unas cuadras después.
- Ah ¿no va a Izazaga? Vamos a dar vuelta a la izquierda ¿verdad?
- Sí.
...
- Nomás que le digo que creo que en Izazaga no hay vuelta a la izquierda.
- Pero yo no voy a Izazaga , señor.
- Ah, no va. Porque es que ahí, me estoy acordando, no hay vuelta.
- No importa si no hay vuelta, señor. Yo voy unas cuadras después.
- Ah. No va a Izazaga ¿verdad? Y ¿entonces dónde damos vuelta?
- No me acuerdo el nombre exacto de la calle, pero es dos otres cuadras pasando Izazaga.
- Ah, sí. Pasando, entonces. Vamos a dar vuelta a la izquierda ¿verdad?
- Sí.
...
- ¿Y a dónde es que va, oiga?
- Al mercado de San Juan.
- Ah, va al mercado.
- Sí.
...
- Ahora que me estoy acordando, creo que no hay vuelta a la izquierda para ese mercado ¿verdad?
- Para el de comidas supongo que no, porque está en Izazaga y ahí no se puede dar vuelta, dice usted.
- Sí, es que le digo que me acuerdo que no hay vuelta.
- Pero yo no voy al de comida, señor. Voy al mercado de artesanías.
- Ah, al de artesanías va, no al de comida ¿verdad?
- Sí.
- Y ¿ese dónde queda, oiga?
- No me acuerdo el nombre de la calle, señor. Pero ahorita que lleguemos me fijo y se lo digo.
- Ah, no sabe qué calle ¿verdad?
- Sé dónde dar vuelta, pero no me acuerdo el nombre exacto.
- Ah, no se acuerda.
- No.
- Orita que lleguemos, vemos ¿verdad?
- Sí.
...
- ¿No es el que está en el parque, el mercado que dice?
- No, el del parque es el de la ciudadela.
- Ah, es el de la ciudadela ¿verdad? Este es otro.
- Sí.
- Es otro mercado de San Juan.
- Sí.
- Que no es el de las comidas.
- No.
- Pero sí venden artesanías ¿verdad?
- Sí.
...
- Pero no es el mercado ese que está en Izazaga ¿no? Porque le digo que creo que no se puede dar vuelta a la izquierda ahí.
- No, es pasando Izazaga.
- Ah, más adelantito ¿verdad?
- Sí.
...
- Mire lo que le digo, que me acordaba que no hay vuelta a la izquierda aquí.
- No, señor, que ya le dije que yo... ¿Sabe qué? Me bajo en la esquina.
- ¿Aquí? Pero esta es Izazaga. ¿No dijo que iba más adelante? ¿O a Izazaga iba? Porque aquí le digo que no hay vuelta a la izquierda.

domingo, 23 de octubre de 2011

Crónicas chilangas 3 / En la tienda

- ¿Cuánto cuesta este, señora?
- En treinta pesos, le sale.
- ¿Treinta? Pero si hace dos días pasé y me dijeron veinticinco.
- Mmmm. Ha de ver sido mi hija o mi marido. Así les gusta, andar regalando las cosas. Por eso él tronó con su negocio. ¡De verdad! Se lo digo porque es así. Mire, ahí está todo el piso con sus garrafones vacíos de que tronó. Por eso no pudo seguir con el negocio. No crea que se lo digo nada más porque sí. No. Se lo digo porque es la verdad, ¿eh?

martes, 18 de octubre de 2011

Crónicas chilangas 2 / En el taxi

- Disculpe ¿podría ir un poco más tranquilo, por favor?
- Sí, cómo no, pero pos ¡dígame! Si no me dice nada ¿cómo voy a saber? Si me dice primero, pos ya yo me voy más tranquilo. Si no habla, pos… Es que la gente dice siempre, no, que me vine en taxi para llegar más rápido, es lo que dice la gente. Pero si usted no quiere ir rápido y me dice, váyase por favor más des… o ni por favor, nomás me dice ¿sí se puede ir más despacio? Y yo me voy, sin ningún problema. Es que a la gente no se le entiende, es lo que le digo, si no habla, no se le entiende. Por eso le digo, dígame y ya yo me voy más tranquilo. Si no me dice y se espera a que yo vaya ruuuum paaam y ya entonces me dice, pos cómo voy a saber ¿no? Si me dice primero, pues ya sé. Por eso le digo ¡dígame!

jueves, 6 de octubre de 2011

Crónicas chilangas 1 / En el baño

Una tarde cualquiera, mientras usted se lava las manos, detrás de la ventana del baño podría escuchar una singular plática de la que apenas alcanza a recoger un par de frases que van más o menos así:
- Orita vengo
- ¿Vas a tu cantón?
- Simón.
- ¿A comer?
- No,voy a orinar.
Eso, por supuesto, en el caso de que usted viva lejos muy lejos, que esté de visita en la ciudad de México, que sea de esos que le ponen particular atención a las conversaciones ajenas; y que su madre se haya mudado a una casa que comparta uno de sus muros con un círculo poético.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Crónica de un vía crucis aéreo III

El cacharrito alado aterrizó en Barajas pasadas las diez de la mañana. El día anterior me habían dado un vuelo con Aeroméxico que partía a las tres y cuarto, así que tenía tiempo para reclamar lo que venía rumiando.

Busqué el mostrador de Iberia. Apenas dije a lo que iba, la señorita del uniforme me dejó claro que ahí no se entendían de reembolsos ni de indemnizaciones. Que para la indemnización debía rellenar un formulario en iberia punto com; y para el reembolso, ir a buscar la oficina de venta de billetes que quedaba bajando un piso, saliendo, tomando un ascensor y subiendo dos pisos.

Luego de preguntar tres veces por la mentada oficina, me formé en la correspondiente fila. El tipo que me atendió no fue nada simpático al inicio, como la mayoría en aquel aeropuerto. Cuando le conté lo mío, cambió de tono pero dijo que desgraciadamente no podía ayudarme. Ni siquiera con lo del taxi, porque ellos sólo pueden reembolsar inmediatamente los gastos por transportes que partan del aeropuerto de Madrid. Que lo que puede hacer señora, es rellenar un formulario y dejármelo aquí, que yo se lo haré llegar a los competentes. Que en un par de semanas, con toda seguridad, se comunicarían conmigo para hacerme saber si mi caso era considerado o no.

Nada. No había espacio para hablar con nadie. O Internet o papelito. Lo han planeado muy bien. Cada vez menos caras humanas que asuman responsabilidades. Convertir toda empresa en un Fuenteovejuna donde todos y nadie. ¿Qué se puede hacer frente a algo así? Pues rellenar el jodido papelito. Reclamando el reembolso del taxi y el monto de la indemnización por cancelación estipulado por el reglamento del parlamento europeo, porque ya que estaba ahí podía incluir los dos, claro, me dijo el tipo que ahora muy amablemente me ofrecía sacar las fotocopias de mi recibo y mi hoja de cancelación mientras yo garabateaba en las líneas azules.

Con la frustración a cuestas, me alejé con la copia de mi reclamo, dispuesta a encontrar el mostrador de Aeroméxico, asegurarme que tenía una plaza reservada, hacer el trámite de aduana, beber una botella de agua y esperar un par de horas de lectura a que abrieran la puerta de embarque para el vuelo que me llevaría a la patria.

Pero no. No podía ser tan sencillo.

Sencillo fue el trayecto de la terminal 4 a la terminal 1, que parece el Benito Juárez hace dos décadas. Sencillo unirse a una fila que se replegaba seis veces frente al mostrador. Y hasta soportar el cacareo de dos compatriotas de esas que se contaban esas cosas que les parecen tan interesantes, y que avanzaban en la fila pisándome los talones y encajándome en la espalda los bordes de sus maletones. Por cierto que fue por ellas que me enteré.
- ¿Qué número de vuelo es el nuestro?
- El 002.
- Pues entonces está retrasado, sale hasta las siete y cuarto.
- ¿Cómo crees?
- Sí, ahí dice, mira.
En efecto. Ahí estaba, en las pantallitas de los mostradores. Y se acabó lo sencillo porque sí, porque había que permanecer en lo complicado.

Cuando llegué al mostrador, la rubia que atendía me confirmó lo de las cuatro horas de retraso. Luego me dio un pase de abordar, un papelito para cambiarlo por una comida y me dijo que para hacer las dos llamadas a las que tenía derecho debido al retraso, debía ir al mostrador de venta de billetes y ahí me darían una tarjeta telefónica.

Obviamente, en la venta de billetes había una fila. Que creció en desmedida cuando le tocó el turno a un argentino con un perro xoloitzcuintle vestido con una brillante capa rosa purpúrea, que debido al retraso había perdido su vuelo de conexión a Buenos Aires. Al final el del mostrador le solucionó el problema. O alguno de los dos se cansó de discutir. La cosa es que cuando tocó mi turno, pedí con una sonrisa y toda la gentileza posible, la mentada tarjetita. Y me acerqué a un teléfono público para avisar de aquel imprevisto a Italia y sobre todo a México. Pero una grabación del otro lado del aparato me decía que mi crédito era insuficiente, así que volví al mostrador y me salté la cola. Le dije al tipo que aquella cosa no funcionaba y él dijo que entonces lo lamentaba, pero no podía hacer nada por mí. Un señor anciano a mi lado dijo que él también quería hacer las llamadas, que era nuestro derecho porque lo decía el reglamento de derechos del pasajero que sostenía en las manos. El del mostrador se puso tan histérico, que el anciano le dijo que tenía un problema de actitud. Yo ya me estaba cansando de aquella manga de profesionales de la indiferencia y la grosería. Sólo quería llamar a M y avisarle del retraso y luego sentarme y no tener que mostrar ningún papelito, ni pedir ni reclamarle nada a nadie, ni hablar con ningún uniformado.

Eventualmente lo logré. Hice el trámite de aduana en un abrir y cerrar de ojos y eran ya las dos de la tarde cuando me senté a comer en el restaurante indicado. Unas verduras en un caldo gris insípido, una milanesa de cerdo que sabía a aceite rancio y una naranja que se veía como una naranja regular, pero sabía a podrido. ¿Por qué está permitido cometer este tipo de atentados contra la salud del prójimo? ¿Por qué está permitido incluso cobrar por ello?

A las tres de la tarde los monitores ya decían que el vuelo estaba programado para las ocho de la noche. Cinco horas se dicen fácil. Pero hay que ver cómo llenarlas en un aeropuerto minúsculo que se recorre de punta a punta en quince minutos y siendo una de esos que detestan los negocios de recuerditos y de porquerías libres de impuestos.

Pero como todo, pasaron. En el embarque supimos que el retraso se debía a que un día antes había ocurrido un corto circuito en la torre de controles del aeropuerto de la capital mexicana. Y muchas horas después, allá en el aire, nos enteramos que había mal tiempo y tubulencias, que el avión debía desviarse un poco de su ruta usual y que llegaríamos dos horas después de lo previsto luego del retraso.

El avión aterrizó en el Benito Juárez, después de una noche de doce horas, poco antes de las dos de la mañana. Luego de los trámites de aduana y la banda del equipaje, crucé las puertas de llegadas internacionales pasadas las tres a eme del 1 de octubre. Yo me había despertado en mi casa el 30 de septiembre a las 5 de la mañana. Échenle cuentas y agréguenle siete horas de huso horario.

Y si ustedes han tenido un vuelo Madrid-México puntual y placentero, si no han tenido nunca ningún contratiempo con Aeroméxico y mucho menos con Iberia, si jamás le han cancelado nada y en los aeropuertos le sonríen y le ayudan y le dan las gracias; me alegro mucho por ustedes. Pero permítanme decirles que el hecho de que me lo cuenten no cambia ni ayuda nada. Porque este ha sido, por mucho, el peor vuelo de mi vida. Y si ustedes hubieran vivido y sufrido las mismas cicunstancias, casi podría asegurar que lo sería para ustedes también. Casi.


lunes, 3 de octubre de 2011

Crónica de un vía crucis aéreo II

El aeropuerto de Caselle por las mañanas es una verdadera tristeza. Da la impresión de haber sido evacuado por una amenaza de peste hace años y abandonado desde entonces.

Ahí estaba de nuevo. A la misma hora que el día anterior. Luego del check-in, de un croissant, del arco magnético, de la puerta tres, del autobús. De nuevo sobre el cacharro aéreo en el que hay que confiar que se eleve. Esta vez el autobús no abrió las puertas hasta que el capitán no se hubo presentado de cuerpo completo en lo alto de la escalera y mostrado el pulgar apuntando hacia arriba como benevolente emperador romano de película hollywoodense. El cacharro alado es tan minúsculo que las caderas de la aeromoza chocan con los respaldos de los asientos cada que su frondosa figura se pasea por el corredor. Hay muchas caras familiares. Familiares de haberlas visto el día anterior en aquel mismo lugar y luego en los mostradores. No creo que nadie de los que viajábamos hacia el continente americano haya podido alcanzar su destino el día planeado. Pero una verdadera putada, que parece una de esas vulgares bromas de cámara escondida, fue lo que le pasó a una chica que debía ir a Guatemala. El día anterior le habían dado un vuelo para la mañana siguiente. Y cuando llegó al mostrador, unos minutos después de mí, le dijeron que la compañía había cancelado su reservación y que de nuevo no podía viajar hoy, que intentarían conseguirle algo para mañana. La noticia se la daban a las siete a eme. Para arrancarle los dientes y los pelos y los ojos a alguien.

Yo me metí en lo que no me importa y antes de cruzar la frontera del arco magnético, le pasé un reglamento de los derechos del pasajero y le señalé el apartado donde habla de las indemnizaciones. Porque rumiando mi bronca, la tarde anterior se me ocurrió buscar en Internet qué se podía hacer para que me devolvieran mis 35 euros de taxi. Y descubrí que no sólo debían devolverme aquella suma, sino que debían darme una compensación por haberme mandado hasta el día siguiente a mi destino. Me pasé una hora leyendo el reglamento que redactó el Parlamento Europeo en el 2004 para regular retrasos, cancelaciones y etcéteras aéreos. No es poco lo que deben darnos a todos los que no pudimos viajar el día que estipulaba el billete. Al menos 250 euros, aunque en realidad son 600. Está escrito. Es una regla. Pero bien sabe uno que los que cagan grande se cagan sobre todo en las reglas.

En Caselle pedí una hoja donde constara por escrito la razón de la cancelación del vuelo. Y me la negaron. Porque no es responsabilidad del aeropuerto, señora, eso lo debe hacer directamente en Iberia. Y además no hace falta, ellos ya lo saben, se ha hecho tantas veces, se lo juro. Porque después de todo, a ellos ¿qué les importa? Son trabajadores del aeropuerto y es verdad, el aeropuerto no es el responsable. Los de Iberia no ponen mostrador en tal aeropuerto y listo. No es responsabilidad de los que están y los responsables no están. Y hazle como quieras.

Por un golpe de suerte, terminé sentada dos filas detrás de aquella donde empieza la clase business. Desde antes del despegue, ellos ya tenían un vaso de jugo de naranja sobre la mesita. Les dieron desayuno en bandeja, café, les ofrecieron un periódico. Para los demás ni un vaso con agua, que quede bien claro que somos pasajeros de segunda. Hay que ver el estado miserable al que nos hemos reducido solos, clasificándonos como clasificamos a las cosas. Unas mejores por útiles, otras malas por inútiles; unas valiosas por ostentosas, otras despreciables por humildes. Y quizás hasta los derechos sean sólo para aquellos que pueden pagarlos. Quién sabe si no fue justamente para ponerles un precio, que fueron inventados.


jueves, 29 de septiembre de 2011

Crónica de un vía crucis aéreo I

El despertador sonó a las cinco de la mañana. Levantarse de madrugada debe ser una de las cosas que más detesto en el mundo, luego de la leche y el pescado en filete. Pero esta vez valía la pena, porque me iba a tomar un avión para ir de visita a la patria.

M me llevó con el coche hasta el aeropuerto. Me llevó la maleta y me pidió que no me enojara cuando la señora del traje azul marino en el check-in me preguntó si estaba entendiendo. Me fastidia cuando me preguntan si entiendo, si estoy entendiendo, si he entendido. Me hacen sentir idiota. O peor: que ellos me consideran idiota. Pero eso pasó rápido. Luego de unos cuantos arrumacos, M se fue a trabajar y yo a la sala de embarque.

Primero la puerta tres, luego el autobús y después nos acomodaron en un armatoste alado con las dimensiones de un camión de carga. Catorce filas, cuatro asientos por fila. Un calor bochornoso dentro. Cuando ya algunos empezábamos a preguntarnos como haría aquel cacharro para alzarse en el aire, empezaron los ruidos raros. Un sonido sordo y metálico que ora se encendía, ora se apagaba. Así por veinte minutos. Oficialmente, estábamos ya en retardo. Hasta que luego de otra tanda de ruidos, se escuchó la voz del capitán que decía que había una avería en el avión, nada grave, pero que nos bajaban a todos para intentar repararla.

De nuevo el autobús, luego las escaleras, después la puerta siete. Y una escala para comer al menos un croissant porque eran ya las ocho y media y yo tenía sólo un yogurt en la panza.

Cuando volví a la puerta siete, habían anunciado que el vuelo había sido cancelado. Que tomen estos papelitos, que ahora vamos por sus maletas y luego vamos a ver si les encontramos lugar en otro vuelo. El trámite desde ahí hasta el mostrador donde nos encontrarían otro vuelo llevó cosa de media hora. Encontrar vuelos ya fue una empresa titánica. Dos cuerpos delante del mío estaba un tipo que debía ir a Dallas. La señorita del uniforme azul marino se tardó una hora en lograr encontrarle una manera de llegar a su destino. Mientras tanto abrieron otro mostrador y como sucede siempre, se formó en seguida una desordenada fila donde los primeros lugares estaban ocupados por aquellos que estaban hasta el final de la fila original.

Bueno. Lo importante es que logren ponernos a todos en aviones que no estén rotos y hoy, si es posible, como decía la señora uniformada y de anteojos que se paseaba entre todos los cuerpos enfadados y nos explicaba que el papelito que nos había dado era para pedir un desayuno gratis en el restaurante de allá arriba, una vez que nos hubieran arreglado nuestro problema.

Eran ya las diez pasadas cuando logré llegar hasta la del uniforme en el mostrador. Recibió mi código de reservación y metió la cabeza en su computadora. ¿Tiene visa para ir a Estados Unidos? No, no tengo. Esta cosa de las visas para poder pisar un aeropuerto se revela cada día más imbécil. Luego de un rato y sin levantar la vista del monitor, me dijo que lo lamento señora, pero no hay vuelos disponibles hoy. Lo único que le puedo ofrecer es un vuelo mañana a la misma hora. No había mucho que discutir, porque cómo lograba yo que me pusieran en un avión hoy, como teníamos previsto yo y mi familia allá en México. Dije que de acuerdo, que lo tomaba, pero quedaba un pequeño pendiente. Por razones que no estoy acá para detallar, no podía cargar los 20 kilos de la maleta, subirlos a un autobús y volver a Turín como si nada. Sobre todo, no podía actuar como si nada considerando que yo a esa hora debía estar en Barajas, no en Caselle y la responsabilidad de mi actual situación geográfica no era mía, sino de Iberia. Así que yo me vuelvo a mi casa, le dije a la uniformada, y ustedes me pagan el taxi que me lleve hasta allá.
– Uy señora, pero lamentablemente no es responsabilidad del aeropuerto, sino de Iberia, y visto que Iberia no está representado en este aeropuerto, yo no puedo hacer nada. Lo que le recomiendo es que tome el taxi, que pida un recibo y que mañana en Madrid vaya a un mostrador y se informe del procedimiento a seguir.
¿Del procedimiento?
– Y sí, lo que le recomiendo es que vea si allí le pueden rembolsar el costo del taxi. Por lo que tengo entendido, no es una cosa inmediata. Por eso le digo que vaya directamente con ellos y se informe de cuántos días tarda un reembolso y, a punto, saber cuál es el procedimiento. Yo le digo que en su lugar, haría lo mismo, pero lamentablemente yo no la puedo ayudar. El siguiente, por favor.
De nuevo estaba frente a esa familiar puerta, donde las opciones se reducen a dos: pasar por ahí y llegar a donde ya sabes que no quieres; o quedarte parado donde estás, que tampoco quieres. Ninguna posibilidad de replantear, de discutir, de encontrar una tercera vía. Ni siquiera un atorrante con pañuelito rojo y amarillo a quien poder gritarle y mentarle la madre un par de veces. Nadie que se haga cargo, que diga es cierto, tiene razón al estar enojada porque esto de que se haya roto el avión con ustedes ahí arriba, hay que ver. Ni siquiera una disculpa. Que sí, una disculpa muchas veces sirve para puta sea la cosa; pero ni siquiera eso, porque “el aeropuerto no es responsable ¿entiende, señora?”

Así que al taxi, entonces. Y a la angustia de un taxímetro que fuera de Turín aumenta diez centavos cada cuatro segundos y dentro de Turín cada quince. Treinta y cinco euros hasta la puerta de casa. Y otro intento. Una llamada a las oficinas de Iberia en Italia, donde además de grabarte las puteadas que lanzas, te cobran dieciséis centavos el minuto. Me atendió una voz femenina y le conté lo mío.
– Lo que debe hacer, doña Thania, es poner su queja por escrito en iberia punto com.
Que no es queja, le dije. Lo que yo quiero saber es qué debo hacer para que me reembolsen el dinero que gasté por culpa de su avión que se rompió y su jodido vuelo cancelado.
– Ya, doña Thania. Lo que debe hacer es poner su queja en iberia punto com.
– ¿No hay otra forma? ¿No puedo hablar con nadie? ¿Con alguien vivo?
– Una vez que haya puesto su queja, doña Thania, se evalúa y se le informa si es posible el reembolso que solicita.
– ¿O sea que ni siquiera me queda la opción de acercarme a un mostrador mañana en Barajas?
– Si desea puede hacerlo, doña Thania. Puede poner su queja en iberia punto com y mañana ir a un mostrador para ver si alguien puede ayudarla.
Le dije que no le daba las gracias porque además de la incómoda sensación de recibir tratamiento de doña, hablar con ella me había servido para puta sea la cosa. Cierto, no era culpa de la señorita. Nunca es culpa de la señorita del teléfono, ni de la señorita de la puerta, ni de la del mostrador, ni del señor del traje, ni del otro del sombrero, mucho menos del de las solapas grandes. No. Nunca es culpa de nadie y uno debe tratar bien a todos porque son seres humanos que sólo hacen su trabajo.

Pues hoy no se me da la gana. Y me uno al señor que con los cachetes rojos de ira lanzó un: Devono morire tutti, questi di Iberia! Así al menos, podríamos estar seguros que el responsable, de existir, finalmente sería ajusticiado.


sábado, 24 de septiembre de 2011

Intento de micro ficción a las dos cuarenta pe eme

Hay un enigma que atormenta las mentes de los varones de nuestra especie. En cada esquina, en cada semáforo en rojo, en los cafés, caminando por las calles, en los elevadores, en las paradas de autobuses, en los vagones de tren, en los del metro, por doquier; se les puede ver concentrados, preocupados, absortos. Buscando afanosamente, con ansia, con desesperación. La respuesta yace en lo más profundo de sus fosas nasales. Su descubrimiento los tiene obsesionados. Y su revelación los redimirá.


jueves, 22 de septiembre de 2011

Diálogo de gastronomia

En Italia, una gastronomia es un negocio donde venden especialidades gastronómicas. No, no es como una fonda. La comida está en vitrinas y cuesta como si la hubiera cocinado Julia Child hace treinta años y la hubiera dejado guardada en una cápsula del tiempo.

A veces, cuando M no viene a almorzar y el sólo hecho de pensar en encender la estufa me parece una condena inquisitoria, voy a una gastronomia a comprar algo ya cocinado. Como hoy.

– Buenos días.
– Buenos días. Quisiera doscientos gramos de esos ravioles rellenos de calabacín, rúcula y ricotta.
– ¿Algo más?
– No, sólo eso. Gracias.
– Mire que aquí hay poco, poco ¿eh?
– Sí, está bien.
– Se lo digo por si no lo sabe, porque doscientos gramos es de verdad poco.
– Sí, gracias.
– ¿Está segura que no quiere que le ponga más?
– No, gracias.
– Esto es apenas suficiente para una persona ¿eh?
– Sí, lo sé. Es sólo para una persona. Para mí.
– ¡Ah! bueno, si es sólo para usted, entonces está bien. Yo pensé que era para un almuerzo.
– Es para un almuerzo. Para el mío.
– Sí, ya le entendí. Pero pensé que era para un almuerzo... usted me entiende.

El no cocinar a veces te regala momentos así. Porque no hay nada como sentirse fuera de lugar en una gastronomia, mientras uno está comprando comida preparada.


domingo, 18 de septiembre de 2011

A vel, a vel...

No entiendo qué fue lo que convenció a la gente en algún momento de que hablarle a los niños pequeños (sobre todo a los bebés) con un tono idiota, es una especie de táctica pedagógica.

Este verano (o lo que es lo mismo: este agosto) lo pasamos en el lago. La casa estaba en una colina, a unos cuantos metros por encima de una casa con jardín, asador, alberca, Mercedes Benz y perro lanudo y blanco impoluto. Estaban los dueños sesentones, la hija, el marido de la hija, y la bebé de estos dos últimos, que habrá tenido no más de ocho meses. Y cada cosa que tanto padres como abuelos le referían al miembro más pequeño de la familia, lo hacían con la voz impostada como un impedido mental. Que yo no sé si sea una cosa accidental o de verdad nuestra raza se está yendo al carajo. Lo que sé es que llega un momento en que sientes repudio por los emisores y compasión por la pobre e indefensa receptora.

Cierto que la bebé recién empieza a entender y que aún no sabe qué significan esas palabras y no cuenta aún con el juicio suficiente como para darse cuenta que se las dicen con voz de estúpido. Pero ¿y después?

Me da por imaginar que si la nena crece escuchándolos hablar como subnormales, puede convencerse que esa es la manera natural de hablar. Puede ser que imitando a la gente con la que convive todo el día, los primeros sonidos que emita sean balbuceos idiotas. Quizás sea incluso por eso que muchos niños a los tres años aún no son capaces de pronunciar bien las palabras. Y uno los ve y piensa ¿cómo puede ser que diga pelo y no perro? Pues quizás sea gracias a este tipo de adultos, que son incapaces de hablarle a un niño como si de una persona se tratara.

E imagino más. ¿Y qué tal si aprenden a relacionar las cosas, a explicarse el mundo, con aquellas medias palabras idiotas? Esos niños podrían aprender a amar y a buscar luego esa manera idiota de ¿expresarse? Porque no puede ser lo mismo decirle a un niño ¿quieres bañarte en la alberca? Que decirle: a vel, a vel, ¿quem quele hace’ un bañotitititino en la albelcooota? A vel ¿quem, quem? ¿éte bebé? ¿éte?

Bueno. Yo de pedagogía no sé nada. Imagino nada más. Y espero sólo que como hija de una familia pudiente, aquella bebé logre tener acceso a una amorosa nana rumana, rusa o ucraniana. Y aprenda así la hermosa costumbre de pronunciar bien las palabras italianas.

viernes, 16 de septiembre de 2011

El punto y la coma

Objeto de equivocación. Probable causa de confusiones y entripados: en Italia, el punto y la coma que acompañan a los números, no funcionan igual que en México. Funcionan exactamente al revés.

Así, la coma que en México separa las cifras de tres en tres dígitos para volverlas miles, millones, miles de millones, billones, etcétera; en Italia se vuelve un punto. Uno tiene entonces que tres mil quinientos once no se escribe 3,511, sino 3.511

El punto, que en México separa la parte entera de la parte decimal, en Italia se convierte en coma. Así, uno y la mitad de uno no son 1.5, sino 1,5.

No es que uno sea correcto y el otro no. Todos estos usos son correctos. Y sé que parece muy obvio, sí. Nada más le cambia usted la coma por el punto y viceversa, hasta que se acostumbre. Pero los que no somos tan despiertos, podemos tardar un tiempo considerable en acostumbrarnos a tal cosa.

Luego ya le viene a uno casi por inercia, cierto. Bien nos instruyeron en la primaria sobre el hecho de que repitiendo ad nauseam es como mejor se aprende. Pero aprender una cosa nueva no quiere decir cancelar aquella que uno aprendió desde la infancia. Así que, por favor, acuérdese que estoy hablando del punto y la coma que acompaña a los números. No de los signos de puntuación con usos lingüísticos. Si es que usted es de los que todavía los usan, claro. O mejor, si es de los que conserva la costumbre de escribir párrafos y no líneas sueltas.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Con el vaso colmado

Hace cosa de dos años, días más, días menos; que en la redes sociales vengo leyendo opiniones sobre el estado en que están las cosas en México. O más bien, sobre lo que hay que hacer para mejorar el estado en que están las cosas, que es un estado pésimo, en eso coinciden todos. Y me decidí a escribir esto porque ya estoy podrida de leer quejas vacías. De sintaxis, de ingenio, pero sobre todo, de contenido.

Que debemos cambiar, que hay que despertar, que no podemos quedarnos con los brazos cruzados, que ha llegado la hora, que sí se puede, que la culpa de lo que está pasando en el país es nuestra, que hay que hacer algo ¡ya!, que si ¿tú vas a hacer algo o te vas a quedar viendo desde tu casa? Incluso a algún creativo se le ocurrió hacer el videíto ese que tiene cientos de visitas en youtube y que dice que si queremos encontrar al responsable de todo lo malo que está pasando en nuestro país, nomás tenemos que buscar en el espejo.

Esos por un lado. Por otro, los hay que se quejan de los que convocan o participan en las marchas, de los que escriben panfletos o artículos, de los que denuncian públicamente, de Sicilia, de PIT II. Que las marchas sirven sólo para causar embotellamientos, que las denuncias públicas en los medios de comunicación sirven nomás para aumentar el miedo o la espectacularidad de la vida cotidiana, que las huelgas son nada más un pretexto de los huevones para seguir echándola, que a Sicilia lo sigue la manada nomás porque es famoso.

Y lo mejor. Están los sociólogos que publican sus análisis a manera de aforismos (de 140 caracteres, por supuesto) del tipo: se quejan del gobierno, pero no respetan los semáforos (¿?). O: en México todos quieren coche y luego se quejan del embotellamiento (¿?¿?). O: no les gusta la violencia pero qué tal van a gritar este 15 que viva México (¿?¿?¿?).

De acuerdo, a nadie le gusta cómo van las cosas en México. Y un grupo de tantos cree que somos los ciudadanos de a pie y no el gobierno, los responsables, los que deben solucionar el clima nefasto que amenaza con asfixiar hasta el último rincón del país. Tenemos que hacer algo. Muy bien. Pero ¿hacer qué? Tenemos que cambiar. De acuerdo ¿cambiar qué? ¿cómo lo cambiamos? ¿siguiendo qué acciones?

Porque en estos años, en las redes sociales no he leído una sola propuesta, una sola idea concreta. Hacer algo, cambiar, actuar ¡ya!, abrir los ojos, ser responsables. Todas palabras vagas, meras abstracciones. Quejas que se lanzan como una sana mentada cuando uno se golpea el pulgar con un martillo. Sirve para desahogarse, cierto, pero carece de fondo, de utilidad.

Es verdad que estamos acostumbrados a engullirnos sin paladear abstracciones ridículas. Desde los discursos políticos hasta los anuncios publicitarios (si es que no son la misma cosa). Ideas tan absurdas como que dentro de una bolsa de papas fritas hay millones de sonrisas o que cuando te subes a tal coche, la ciudad se convierte en una selva. Pero que seamos bombardeados incesantemente por tales memeces no justifica que nuestra vida, nuestro país o nuestro planeta deban ser vistos a través del mismo cristal.

Una acción, una acción chiquitita que poniéndola en práctica todos al mismo tiempo logre que la violencia y el desorden y el miedo disminuyan. Una nada más. Nómbrenla. Porque yo no tengo idea de qué cosa podamos hacer los ciudadanos comunes y corrientes para solucionar las balaceras, las muertes, los entierros. Y a estas alturas estoy ávida (y no creo ser la única) de escuchar una propuesta, un plan de acción que no venga de institución alguna. Juro que me uniría y apoyaría y exaltaría. Pero ya basta de tan insana repetición de frases “positivas” que no son más que eslógans de los mismos medios y los mismos partidos de los que se quejan. Por favor.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Volviendo del descanso estivo…

Terminé de leer este libro de Cristina Pacheco, un compendio de entrevistas que hizo a pintores y a un par de fotógrafos mexicanos en las décadas de los 70 y 80.* Es triste darse cuenta que nuestros grandes artistas plásticos de entonces no eran grandes pensadores. Digo “eran” porque a excepción de unos pocos, ya todos están muertos. Da tristeza ver cómo no cuentan ninguna idea de verdad interesante. Cómo no plantean ninguna visión del arte o de la vida que revele, que enseñe, que sea novedosa.

A excepción de Juan Soriano, eso sí. Entre las más de 600 páginas que juntó la Pacheco en esos años, se esconde la joya que son las respuestas de Soriano. El único pintor que no parece un payaso autocomplacido, sino un pensador. Alguien que ve al arte en la justa medida. Que no se proclama un dios (Felguérez, Cuevas, Aceves Navarro, Botero) y tampoco hace uso de la falsa modestia (Corzas, Goeritz, Héctor Cruz, Mario Rangel). Dos posturas aborrecibles, supongo que por ser hijas del mismo padre: un ego aberrante.

Es bueno leer frases inteligentes. ¿Qué tipo de lecturas estoy haciendo en los últimos tiempos que ya no me topo con frases inteligentes? ¿Antes sobreestimaba lo que leía? ¿Seleccionaba mejor mis lecturas?

Aunque las respuestas de los pintores en este libro son repetitivas y a veces casi decepcionantes, debo confesar que gran parte de la responsabilidad es de la entrevistadora. No logras leer más de veinte páginas de un tirón. Te empalagas con su perpetuo lameculismo. Con su abundancia, su proliferación, su abuso de adjetivos aduladores como: estupendo, maravilloso, delicioso, magnífico, hermoso. Adjetivos que dejan las páginas pegajosas de prosa melcochada e indigesta. Perpetuamente maravillada, entrevista la Pacheco. Y perpetuamente dispara halagos, cumplidos, zalamerías.

¿Cómo no nos hemos dado cuenta de lo ñoña que es? ¿Cómo es que nadie me lo había dicho nunca? Y digo esto y no ¿cómo no me di cuenta antes?, porque nunca fui asidua de sus programas en el Once. Cuando llegaba a toparme con alguno, veían un trozo y pensaba que a esa persona en particular, la Pacheco debía admirarla mucho. Pero no. Habría que creerle que siente una devota y sincera admiración por todos sus entrevistados. Y aún si se lo creyéramos, lo que produce, más que periodismo sensible, es simple y pura ñoñería.

En fin.
Ahí va una probadita (bueno, dos) de las ideas de Soriano en esa entrevista:

“Cuando algo –escrito o pintado– me golpea demasiado rápidamente, si me estremece de inmediato, entonces desconfío. Todo lo que te saca de quicio, lo que te pone en estado febril, es falso, es truculento. Y es que por medio de ciertos recursos, los artistas nos dan golpes bajos. Es como la sensualidad desatada, que no tiene nada que ver con el amor, ni siquiera con hacer bien el amor.

“La moral nace como una necesidad profunda del hombre. Este no puede ser feliz si no hace acciones que vayan encaminadas al bien, porque entonces destruye la vida. Si destruyes algo bello para hacer algo horrible, estás en el terreno de la inmoralidad”.
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* Por si a alguien le interesa: “La luz de México”, 1995, Fondo de Cultura Económica, 663 pp., México, D.F.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Miércoles del baúl de la abuela...

De mayo del 2004. En Buenos Aires:

“Señores, la camilla, tsss, tsss, señores, dije que la camilla”, dijo un doctor intentando entrar con camilla y dos enfermeros al elevador abarrotado. Los Hospitales públicos. El Durand, mi segunda casa este mes.

Estoy en el pabellón de Clínica Médica, en la sala de espera. No se siente el frío. Y la luz del sol entra por el ventanal calentando algunas espaldas entre las que no está la mía. Está bien. No lo necesito. Vine a que alguien revise la ecografía de mis riñones y me diga que todo marcha como debe.

No había notado que las paredes están pintadas de amarillo y eso me hace sentir mejor, porque no tolero las paredes blancas. El amarillo además, es un color que me gusta. Supongo que esa es una de esas cosas en las que uno repara cuando viene a un hospital público sin ninguna dolencia.

Hace ya dos horas que espero. No sé cuál es la razón, sólo sé que a veces uno pasa rápido y a veces, hay que esperar horas. Y además, golpe de suerte, Clínica Médica está justo a un lado de Tocoginecología. Terminé rodeada de mujeres embarazadas que esperan que aparezca la enfermera para poder acceder al consultorio, que está cerrado y cuya única llave está en manos de la desaparecida. Eso les explicó la doctora. Pero no parece que ellas tengan premura. Han armado una alegre romería y se cuentan sobre sus embarazos, sus partos y sus hijos anteriores. Una de las mujeres tiene un bigote rubio y espeso, la piel rosada y el pelo hecho un lío. Tiene también una voz grave y acapara la conversación. Dice que en el hospital Rivadavia “te atienden para el orto, si les decís que tenés hambre, a la noche no te dan de cenar, nada más esas porcioncitas de mierda que te dan”. Y cruza los brazos o eso intenta, porque con ese cuerpo atestado de carnes y esas tetas inmensas y esos brazos rechonchos. Si yo fuera enfermera, tampoco le daría más de comer. Eso es lo último que a esa mujer le hace falta. Un baño. Eso era lo que de verdad necesitaba.

Han dicho mi apellido y el número del consultorio al que debo pasar. La espera terminó. Chau señoras, y suerte para los que pronto van a estar entre nosotros. Ya verán que después de todo, el mundo no es un lugar tan malo. Aunque no se parezca, en nada, a una placenta.


lunes, 18 de julio de 2011

Cosas de la Torre de Babel

Hace un par de años estaba hablando con la novia de un amigo de M. Le contaba algunas cosas sobre un viaje que hice por Brasil hace una eternidad, y en algún momento mencioné Pipa. Lo debí haber pronunciado mal, seguramente. No tengo el paladar acostumbrado a las dobles consonantes y siempre pongo de más o de menos, a discreción. Apenas escuchó el nombre, la chica en cuestión me preguntó:
– Pippa?! Con la doppia?!
Y yo dije no, con una pe nomás y entonces ella pareció perder por completo el interés en aquel lugar maravilloso con extensas playas turquesas, donde se podía andar descalzo por las callecitas de arena, donde había bares y restaurantes que servían cócteles y platos deliciosos, donde había un centro cultural que alquilaba libros en cualquier idioma. Y principalmente donde nadé con delfines por primera y única vez en mi vida, sin tener que pagar una cantidad absurda de dinero y sin tener que meterme chalecos salvavidas ni equipos especiales de ningún tipo.

Me sentí hasta ofendida. Cosa que no es extraña. Yo soy una persona que se ofende con una facilidad que a veces me sorprende hasta a mí misma.

La cosa es que me quedó el recuerdo de aquel gutural Pippa?! Con la doppia?!, y ahora que no termina de pasar la fiebre por la hermana de la Middleton, me acordé y me puse el corazón en paz. De hecho, cada que veo el nombre de la tipa inglesa con el trasero a la JLo, me vienen un poco ganas de reír. Pippa, en lenguaje coloquial y poco refinado italiano, quiere decir masturbación al órgano sexual masculino. Cosas de la Torre de Babel.


viernes, 15 de julio de 2011

A propósito de Volpi

En estos días terminé de leer Buscando a Klingsor de Jorge Volpi. Fue mi primera experiencia con él y a ratos fue grato y a ratos interesante y a ratos una especie de dolor de huevos. En 554 páginas (en la colección de Esenciales de Planeta/Harper Collins) es difícil que una novela no se vuelva un poco repetitiva, que no canse. A no ser que la haya escrito Dostoyevsky, pero estamos hablando de planetas distantísimos.

La cosa es que al devolver el libro a la biblioteca, aquel nombre me miraba desde la portada y de pronto lo recordé. Que hace unos años conocí a un tipo que decía ser su hermano menor. No recuerdo su nombre de pila porque todos lo llamábamos Volpi. Y creo que todos más o menos le creíamos que era hermano de Jorge, el famoso escritor. En ese tiempo yo vivía en Mazunte en un ambiente en que si tú decías que te llamabas María Félix, todos te creían, nadie suponía que te estuvieras pirateando un nombre y sobre todo, ninguno pensaba en la María Bonita de Agustín Lara. La gente no iba ahí para andarse fijando en los nombres. Mucho menos en los de los escritores del efímero Crack. Si alguien hubiera fundado un grupo de escritores que se llamara Opio o Heroína o sobre todo Mota, aunque hubiese sido un grupo que durara una semana, en Mazunte habría encontrado a un grupo de lectores devotos.
Como sea.

La cosa es que en aquellos tiempos mi hermana también vivía en Mazunte. Mi hermana es pintora, hizo una exposición y fue así que conocimos a Volpi. Era chilango y estaba ahí con su perro pastor alemán y un coche negro medio destartalado. Se había instalado en una casa alquilada a la que por supuesto, nos invitó a ir cuando quisiéramos. Habrá tardado cosa de dos minutos en contarnos que él también era artista: artista visual, y hermano del famoso Jorge. No tenía la pinta de nerd del escritor. No se parecía en nada. Pero bueno.

Un día, Volpi subió hasta el hotel/restorán en el que yo trabajaba/vivía. Traía un cuaderno de esos de dibujo y venía acompañado por su enorme mascota de pelambre anaranjado. Andaba buscando a mi hermana, me dijo. Quería proponerle un proyecto. Le dije que sería imposible porque para entonces mi hermana ya estaba de vuelta en el D.F. Entonces se le ocurrió que me lo podía proponer a mí y se sentó. Yo le invité una cerveza y él abrió su cuaderno y empezó a mostrarme dibujos, ya no recuerdo de qué. Y empezó a hablar. Lo hizo por tres horas. Y no logré enterarme de qué me decía. Creo que quería hacer un video, o un performance o las dos cosas juntas. Mientras lo veía sentado frente a mí, moviendo la boca como si le fuera la vida en ello, me preguntaba cómo podía no darse cuenta que no le estaba entendiendo nada y que yo no era artista de nada.

Luego de la primera hora, me empezó a preocupar que el tipo se bebiera una cerveza tras otra. ¿Pensará que son todas cortesía de la casa? ¿Irá a pagarme al menos la mitad? ¿Se dará cuenta que este lugar no es mío y que luego tengo que ir a comprar las cervezas para reponer todas las que se está bebiendo? ¿Irá a darme al menos el monto de lo que cuestan en la tienda? Pero Volpi no se enteraba de nada. Con su enorme perro anaranjado echado a sus pies, continuaba hablando. Para la segunda hora yo ya estaba medio borracha y Volpi se había terminado sus cigarros y empezó a fumarse los míos. La tercera hora fue insufrible. Yo lo miraba directamente a los ojos y repetía en mi cabeza ¡Cállate! ¡Cállate de una buena vez! ¡Deja de tomar cerveza y cállate! En algún momento se calló, claro. Seguramente no gracias a mis mensajes telepáticos. Quizás se haya cansado de oír su propia voz que, debajo de una palapa, no tenía siquiera dónde retumbar. Me preguntó si estaba interesada en participar en su proyecto y yo le dije que sí, por supuesto, que apenas empezara, me lo hiciera saber. Y con el alivio de verlo irse y el retorno del silencio, ni siquiera se me ocurrió insinuarle lo del costo de las cervezas. Una nimiedad en la que él ni siquiera había reparado.

Pues eso. Nada especial. Que pensar que si ese era de verdad el hermano de Jorge Volpi, aquella tarde ha sido lo más cerca que he estado de la farándula intelectual mexicana.


martes, 12 de julio de 2011

Panino italiano Vs Torta mexicana



Cuando una se encuentra con otros extranjeros, sobre todo con los compatriotas, en algún momento termina hablando del shock cultural que provoca llegar a vivir a un país completamente distinto al propio. En el caso nuestro, a Italia. O lo que es lo mismo, de todo lo que extrañamos, de cómo de estas cosas no hay acá y las pocas que hay, resulta que son mejores allá.

Para aquellos que tienen mejor capacidad de adaptación (los más fuertes si nos ponemos darwinianos) esto puede sonar ridículo. Para los que nunca se han arrancado de un lugar para ir a plantar las raíces en otro lado del continente o del mundo, también. Pero quizás muchos hayan sentido la familiar sensación de encontrarse perpetuamente fuera de lugar. Eso al menos, nos pasa en mayor o menor grado a los expatriados.

Hoy recordaba un tema en específico: los sándwiches, las tortas. O como se llaman acá: i panini.

Me acuerdo de mi primer encuentro cercano con un panino. M y yo comenzábamos nuestro primer viaje juntos por sus tierras y nos paramos en una estación de servicio. Yo no conocía más de diez palabras en italiano y el menú escrito en una pizarra me decía lo mismo que si hubiera estado escrito en sánscrito. Así que confié en M para que pidiera por mí. Cuando dijo: jamón crudo y mozzarella, imaginé algo delicioso. Pero lo que me entregaron fue un pedazo de baguette con un trozo de mozarella y unas laminas de jamón. No había nada más. No exagero al decir que al comerlo sentí que estaba masticando una esponja salada. El pan apenas si había sido calentado. No había mayonesa ni mostaza ni mantequilla. Del aguacate, el jitomate, la lechuga y la cebolla ni hablemos. Era una cosa insipidísima. Y M acababa de decir que estaba buenísimo.

No pude evitar preguntarle porqué no le ponían alguna cosita más para avivarle el sabor y él me dijo que claro que se lo ponían si uno lo pedía. Mayonesa o mostaza. En algunos lugares, podías incluso pedir que te pusieran las dos cosas. Pero llegaba hasta ahí. Sí, no vayas a pensar que acá puedes ir a algún lugar y pedir una torta cubana; me dijo un poco ofendido y un poco intentando hacerme entrar en razón.

Hace unas semanas, estuvo de visita una querida amiga mexicana. La llevé a conocer la iglesia que está puesta en un cerro y que tiene una visión panorámica de la ciudad. Y allá arriba se pidió un panino de salame. Cuál no fue su sorpresa al ver que dentro de su bolillo duro, había lonchas de salame y nada más.

Luego de unos meses o unos años, uno se acostumbra, claro. Con el tiempo, uno se acostumbra casi a todo. Pero hay que comer muchos de esos panes rellenos sólo por un queso y/o un embutido. Y aunque una se acostumbre, siempre hay un día en que a una se le hace agua la boca al recordar esos bolillos o teleras o baguettes llenos de ingredientes que saltan a la primer mordida, que se te escurren por los dedos, que te hacen un festín en la boca.

Y no es que un pan con algo dentro esté mal. Es que ya es sabido que los mexicanos tenemos activadas en la boca muchas más papilas gustativas que el resto de los mortales. Muchas más.


viernes, 1 de julio de 2011

La nostalgia de las azoteas


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Foto: Thania Z, 2009

Una de las primeras cosas que me llamó la atención cuando llegué a Turín, fue que no existen las azoteas. ¿Y dónde cuelgan la ropa?, me preguntó mi hermana cuando se lo conté.

Es que para nosotros los chilangos, es inadmisible pensar en un edificio sin su espacio allá arriba para los lavaderos de piedra, las antenas de la tele, los tanques de gas, los tinacos del agua y por supuesto, las jaulas o ya de perdida los mecates para colgar la ropa recién lavada. O la colada, si queremos ser más peninsulares.

Ese lugarcito que hace también las veces de bodega o de trastero. Allá arriba es donde dejamos olvidados los triques que ya no usamos, que estorban en la casa pero que por alguna especie de consideración o apego casi absurdo, no nos atrevemos a botar. Es como un limbo entre la vida útil de las cosas y su consecuente metamorfosis en basura: las colchas medio todavía buenas medio ya rotas; las llantas ponchadas, parchadas y vueltas a ponchar; los balones ponchados; los triciclos de la infancia; las sillas con tres o dos patas; los espejos rotos; las muñecas sin pelo, sin ropa, sin un ojo. Y las plantas aguantadoras, por supuesto. Esas que no se mueren ni con el solazo ni con una granizada, posibilidades siempre latentes en la ciudad de México en cualquier estación del año.

Pues acá no hay azoteas. Y los triques que no se usan pero aún no se tiran, se guardan normalmente en una cuarto en la planta baja o en un sótano que se llama cantina, como se llamaba cuando se empezó a usar para guardar las barricas de vino y luego los salames, los jamones, el agua y todos esos productos que necesitan de clima fresco, húmedo y oscuro.

¿Y dónde se tiende? volviendo a la pregunta de mi hermana. Pues donde se puede. En los meses de sol y calor, en unos lazos puestos ex profeso en las barandillas de los balcones. Cuando hace frío, llueve o nieva o todo eso junto, se tiende dentro de casa. En tendederos portátiles y plegables que se abren como mesas de picnic con dos o más rejillas a uno y otro lado. O en tendederos que se fijan a la pared y que normalmente se ponen a unos metros sobre la bañera que suele ser el lugar siempre libre en las casas chicas.

Esta no es una ciudad grande y los edificios no son tan altos, sobre todo en el centro. Nada de rascacielos ni torres más grandes del país. Y como la chilanga que soy, a veces me da por suspirar y pensar: pobre Turín, con tanto cielo ¡y ninguna azotea!

miércoles, 8 de junio de 2011

Miércoles del baúl de la abuela...

De mayo del 2008:

Se vino encima la medianoche. Ha terminado el primer día en la nueva casa. Que por ahora es un lugar vacío, blanco. Frío.
Llovió toda la tarde. Cuando aflojó un poco, M salió a comprar pan y fiambres. La estufa todavía no está conectada al gas y no podemos cocinar. Y yo me dejé el calor allá en el Benito Juárez.
Entre la fatiga del jet lag y esa por querer entender dónde estoy, dormí casi todo el día. Después de todo pasé dos noches durmiendo a penas.

La madrugada del martes volamos hacia Toronto. Poquísimo. Apenas cinco horas y ya estábamos aterrizando. Toronto fue fría y triste. Con sus adolescentes de pelo teñido de colores y ropas vistosas. Con chicas en sandalias aunque la temperatura no llegaba a los quince grados. Con su CN Tower de elevadores y restaurante giratorio y quinientos cincuenta y tantos metros ¿para qué? Comimos un hot dog en la entrada del metro y volvimos al aeropuerto cuatro horas antes de que partiera el segundo vuelo. Otra vez estaba lleno y otra vez nos tocó sentarnos junto a los baños. Después de cenar apagaron las luces y pudimos dormir un poco. No lo suficiente. Sentado y con el aire acondicionado al máximo, en algún momento, siempre, te despiertas. Cuando sirvieron el desayuno, ya estaba exhausta.

En Roma todavía no entendía nada. Todo parecía un lindo viaje de esos que hasta entonces hacíamos a cada rato. De Roma nos separaban todavía seis horas de tren hasta Turín. Dormí la mitad del viaje más incómoda y más helada que en los aviones. Luego no pude dormir más. Tomé “Las venas abiertas de América Latina” de Galeano y apenas con las primeras líneas empecé a sentirme de verdad lejos. Lejos de lo mío. Y empecé a escuchar a M hablando al celular. A hablar de una manera tan diversa de como me habla a mí. Entendí que él estaba volviendo a casa. Y yo había dejado la mía.

Entrar en la lectura era cálido. Salir y sentir mi cuerpo ocupando aquel asiento en el tren, era aterrador. Pero no tanto como llegar por fin a Turín. Nunca me sentí más ajena, más lejos, más a la deriva. Nunca antes me había preguntado, apenas llegar a un lugar ¿y yo qué carajos estoy haciendo aquí? ¿porqué me fui de mi casa, de mi familia, de mi idioma, de lo mío? Anoche no me pude responder. Hoy tampoco. No sé si algún día de verdad pueda.

martes, 7 de junio de 2011

Un tanque séptico

“La organización de cualquier burocracia se parece mucho a un tanque séptico.
Los trozos mas grandes, siempre suben a la superficie.”
Ley de Imhoff. De Las leyes de Murphy


Ayer pasé la mitad de la mañana en uno de los tantos agujeros kafkianos de esta ciudad: el equivalente al Registro Civil. Anagrafe, se llama.

De las cinco ventanillas existentes, sólo tres atendían. Aquello estaba que reventaba. Como domingo de tianguis. Como el metro Pino Suárez en hora pico. La gente estaba enojada y gritaba y se quejaba y los burócratas detrás de los cristales les contestaban más enojados todavía, gritando más y tratando a todo el mundo como si fueran ratas, menos que ratas.

Una señora, con el pelo blanco y cargada de arrugas, se acercó a una ventanilla y empezó a explicar que le habían robado el documento de identidad. Llevaba el papel de la denuncia de pérdida pero no a los dos testigos y qué sé yo tanta cosa que le pedían para hacerle otra. Fue suficiente para que el triceratops peludo empezara a gritarle y a regañarla y a sermonearla no sé para qué, si después de todo terminó dándole a la anciana el nuevo pedazo de cartón rosado con un sello y una fotografía fijada con dos estoperoles dorados.

El triceratops peludo es una señora que trabaja en esa oficina desde que yo llegué acá. Como todos los otros empleados, claro; si no es por un puesto vitalicio ¿para qué quiere uno trabajar para el Estado? El triceratops peludo puede que sea la mujer más fea que he visto en mi vida. Es seguramente la más masculina. Tiene una voz de barítono, las mandíbulas más anchas que la frente, es calva, con una espalda de ropero. Y tiene un bigote y una barba entrecanos, de pelos largos y espesos.

Me acuerdo una vez que fui a la oficina y por obra de un milagro, había poca gente. El triceratops llamó a un tipo que nunca he entendido a qué se dedica. Un tipo alto y gordo. Fofo como un globo relleno de crema para manos, que en lugar de caminar, se arrastra y hace chascar sus zapatos como lo haría un gusano enorme con una suela de plástico pegada a la barriga. La cosa es que el triceratops lo llamó, le dio una moneda de un euro y con su vozarrón lo mandó a comprarle una revista con la programación televisiva de la semana. Cuando el gordo terminó de arrastrar su cuerpo fláccido fuera de la oficina, el triceratops con barba nos enteró a todos (aunque se lo decía sólo a la persona que estaba atendiendo) que lo mandaba porque a él le gustaba ir a comprar la revistita aquella, que así podía hacer algo útil.

Mi imaginación no se fue detrás del gordo, se quedó con la de la barba. La vi en una casa oscura, con olor a humedad y a orina seca. Rodeada de pilas de recipientes plásticos vacíos, de revistas y volantes publicitarios viejos; de envolturas, cintas y papel de regalo doblados y vueltos a doblar. Vi todas esas cosas llenado hasta el tope estanterías y cajones de muebles apolillados, cubiertos de marcas redondas de vasos de vino y tazas de café de todos sus ascendientes muertos. La vi tirada en un sillón con los resortes rotos, la funda remendada y grasienta. Comiendo un plato de pasta y manchándose los pelos de la barba y la camisa con la salsa de tomate. Con el control remoto en su lugarcito especial, siempre al alcance de la mano. Su cuerpo a un metro y medio de la pantalla del televisor. La pantalla y la bombilla empolvada de una lámpara sucia como únicas fuentes de luz en aquella cueva oscura donde casi nunca se alzan las persianas. Un lugar común en el cine y en la literatura, sí. Pero que te sigue poniendo los pelos de punta. Válgame.

La cosa es que el tiempo pasado en el Anagrafe me dio para recordar eso, para escribirlo, para leer dos capítulos de mi libro, para terminar de escribir una carta. Y al final una burócrata sin barba me atendió y me despachó en menos de un minuto. Porque el trámite que pretendía hacer no era posible ahí, no. Normalmente hay que esperar tres horas para que una de las de la ventanilla te diga si lo que pretendes se tramita allí o en otra oficina. Porque el que atiende la mesa de informaciones es un señor con Síndrome de Down.
Pero esa es otra historia.


miércoles, 1 de junio de 2011

Cero y van...

- ¿Quieres acaso perder el proceso? ¿Sabes lo que eso significa?
Franz Kafka, “El proceso”

Desde que tengo memoria, detesto levantarme temprano. Temprano quiere decir a la hora en que suena el despertador y no a la hora en que mi cuerpo decide que ya ha sido suficiente y me tira de la cama. Hoy tuve que levantarme con el despertador. Finalmente se cumplió el plazo de espera y podía ingresar los papeles para el trámite de la ciudadanía italiana.
Me lo tomé con calma.
Sobre todo porque desde ayer se desató otro de los usuales diluvios turinenes y con la lluvia, ya se sabe, las ganas de ir a hacer un trámite burocrático (que de por sí son pocas) disminuyen considerablemente.
A eso de las once estaba en la Prefectura. La joven burócrata de la vez anterior me había dado un papelito donde decía que estaba eximida de hacer la cola. Entré a la oficina y ella no me reconoció, pero reconoció su propia caligrafía en el papelito que le mostré. Muy amablemente me hizo pasar a la oficina de los otros burócratas, los que detrás de su puerta de vidrio esmerilado se encargan de hacer el trámite y están a salvo de dar informaciones.
- Esta señora vino hace tiempo y el 28 de mayo cumplió dos años de residencia en Turín. Ya revisé sus papeles y está todo en orden – le dijo a uno de los tres que ocupaban sendos escritorios con una computadora vieja y cubiertos por pilas de papeles.
El tipo me dijo que me sentara y luego dijo a ver qué tenemos aquí. Le pasé el fólder con todos los documentos. Empezó a separarlos con gesto de nada.
- La señorita me dijo que no los moviera, que ya estaba todo en orden – me excusé.
Porque sentía que debía excusarme. Cuando estoy delante del escritorio de un burócrata, no hay modo. Me siento siempre como si tuviera diez años y estuviera delante del escritorio del director de la primaria.
El tipo, sin cambiar el gesto o mover la mirada de mis documentos dijo mmm-mm.
Los pasó y los repasó. Los reordenó. Y entonces salió el peine. El jodido peine de siempre.
- ¡Ah! Pero este documento es viejo, es del dos mil ocho –dijo acercándome el certificado de matrimonio.
- Claro que es del dos mil ocho. Ese fue el año en que me casé.
- Sí, señora, pero estos documentos tienen validez por seis meses nada más.
El sudor. Otra vez y a pesar de los once grados y la humedad helada, por la espalda me corrieron lenguas de sudor caliente.
- ¿Cómo por seis meses? ¿Y por qué nadie me lo dijo? Es la cuarta vez que vengo a esta oficina. Desde febrero que doy vueltas…
- Sí, señora, lo sé –dijo el tipo que ¿cómo hacía para saberlo?– Pero es así.
- Si usted acaba de escuchar que la señorita me revisó hace semanas los documentos y me dijo que estaba todo en orden…
- Eh, lo sé –repitió–. Pero en Italia los certificados tienen validez sólo por seis meses.
La sangre se me agolpó en las venas de las sienes. Lo pude sentir. Un latido intenso y audible.
- ¿O sea que tengo que ir a Milán a pedirlo de nuevo?– dije.
- Quizá no sea necesario. Revise por Internet a ver si quizá se puede hacer el trámite sin que tenga que ir hasta allá. En Turín se pude hacer, así que imagino que quizás un ayuntamiento como Milán, que es tan…
¿Y a mí qué me importaba si Milán era tan o menos? El tipo me entregó el fólder con mis documentos dentro.
- ¿Ya revisó bien? –le pregunté sin recibir el legajo- ¿Está seguro que es lo único que falta?
- Sí, señora. Los demás certificados están en orden.
- ¿También el acta de nacimiento? ¿Esa es válida todavía?
- Sí, señora –dijo con una media sonrisa-. Esa es siempre válida porque uno nace sólo una vez.
- Yo qué voy a saber. Yo me he casado una sola vez también y a ustedes no les dice nada.
- ¡Uy, señora! Es que en tres años una persona se puede casar hasta tres veces.
- Claro, tiene mucho sentido.
Me levanté. Tomé mi fólder y lo guardé en la mochila.
- Nada más no deje pasar mucho tiempo y después resulte que se le venzan los otros documentos –me dijo.
- ¡Ah! Eso dependerá del ayuntamiento de Milán, tan... Que seguramente estarán ya de puente.
- No, señora –dijo ofendido o haciéndose tal– Para el ayuntamiento las vacaciones son sólo en julio y agosto. Ojalá y tuviéramos puentes. En el ayuntamiento trabajamos siempre.
- En esta oficina trabajan sólo nueve horas a la semana…
- Beh…
- Y si quiere saberlo, en abril, para pedir los certificados en el Registro Civil del distrito en el que vivo, tuve que esperar casi una semana, porque se fueron de puente desde un miércoles por la tarde hasta el lunes siguiente.
- Se me hace muy raro, señora – dijo alzando una ceja.
- Sí, a mí también se me hace muy raro.
Salí de allí con la intención de preguntarle a la joven burócrata por qué carajos me había dicho que estaba todo en orden. Por qué no me había dicho que el certificado de matrimonio vale sólo seis meses. Porque con esa simple observación, estas semanas de espera las hubiera podido usar para ir a Milán, a hacer colas, a que me rechazaran papeles, a que me cobraran timbres y en fin, a sacar el mentado certificado actualizado. ¿O a ella tampoco se lo había dicho nadie?
Pero la tipa ya no estaba, claro. Tampoco estaba mi paraguas, por cierto. Lo olvidé apoyado en el piso en la sala de espera y a alguien le vino cómodo llevárselo. Afuera seguía lloviendo.


martes, 24 de mayo de 2011

Sábato ya no está

Y no es que me esté enterando apenas. Es que justo terminé de releer El Túnel y me vinieron ganas de escribir algo, cualquier cosa, sobre Sábato.

El sábado 30 de abril estaba de visita mi amiga colombiana. Revisaba sus cositas en la computadora de casa, cuando me lanzó el: ¡se murió Sabato! y a mí se me heló la sangre. Lo digo por decir cualquier cosa porque en realidad no sé qué fue lo que sentí.

Sábato fue un escritor importante para mí y el hecho de que estuviera vivo todavía, de alguna manera era como una esperanza. Como cuando Salinger vivía aunque no escribiera, ni nadie supiera nada de él como no fuera que estaba vivo. Pero Sábato era todavía más importante porque escribía en español y desde Latinoamérica. Uno siempre elige a sus escritores porque siente que le hablan de cerca y a mí Sábato hubo un tiempo en que me habló casi al oído.

Sí, me inicié por ahí de los veintiún años con El Túnel, como todo el mundo. Me sorprende que los lectores de veintiún años hoy sientan lo mismo que los lectores de veintiún años de hace más de una década. Imagino que eso es lo que hace a Sábato un clásico. Aunque a Borges no le gustaba nada y tampoco a Cortázar. Cortázar es uno de los dioses de mi personal Olimpo. Pero al ser un dios humano, tengo el permiso de no estar de acuerdo con él en algunas ocasiones.

La cosa es que como les pasa a todos los que leen a Sábato a los veintiuno, me sentí automáticamente identificada con aquel amor enfermo de Juan Pablo Castel y yo también quise matar o que alguno me matara por haberlo dejado solo.

En ese tiempo me sentía cerca de Camus y de Sartre. Y sentía a la vida más como una condena que como un regalo. Haber descubierto a estos escritores (sí, nadie me los presentó, mi círculo de amistades estaba formado por no lectores por decisión propia) me hizo sentir que no estaba sola. Ni sola, ni loca. Cosa que ya estaba pensando, porque mis amigos me tachaban de rara y mis hermanos directamente me decían freak.

Leyéndolos me di cuenta que podía vivir sin luchar perpetuamente contra esa sensación de vacío y sin sentido. Sin tener que convencerme de que la vida era hermosa y había que estar agradeciendo, religiosamente, a diario. Debió haber sido por aquel entonces que empecé a garabatear mis primeros “poemas”. Que eran una porquería como casi todos los poemas de los que nos acercamos a la poesía o a una especie de hermana gemela deformada que tiene; porque nos parece el género más sencillo. Deben pasar varios años antes de que uno descubra que aquellos engendros son apenas dignos de un “querido diario” que hay que guardar en el cajón bajo llave y quemar antes, mucho antes de cumplir los treinta.
Como sea.

Puede parecer que me he desviado, porque en las primeras líneas amenacé con que escribiría sobre Sábato. Pero mi intención no era analizar su obra ni repetir su biografía, que aparece 143,000 veces al googlearlo. Yo quería escribir de lo que fue El Túnel para mí a los veintiún años. Porque para mí Sábato siempre va a estar ligado a mi experiencia propia, lejos de los calificativos o los juicios de los señores ensayistas y articulistas que saben de lo que hablan. O de los escritores que no están bloqueados y son escritores en forma y saben todavía más.

Ahora que Sábato ya no está, me puse a releer El Túnel, a pesar de que el libro suyo que más me gusta es Abaddón el exterminador. Me decidí por El Túnel porque recordaba haberlo leído con el alma en un hilo, con una sensación de asfixia. Sobre todo, con el gozo de haber descubierto un tesoro. Pero la sensación ya no fue la misma. Aunque me reafirmé como una lectora conversa de Sábato, el ansia, la tensión, el placer con que lo leí la primera vez ya no están. Y no van a volver nunca. Como no vuelven nunca las primeras impresiones. Como Sábato. Como los veintiuno.


miércoles, 18 de mayo de 2011

Miércoles del baúl de la abuela...

Del verano del 2007:

Es cosa de mostrar la libretita verde. Cosa de la primer ventanilla, del primer “agente”. Y ya te das cuenta dónde estás y de dónde vienes. No has visto ningún castillo medieval, ninguna obra del Renacimiento. Ni siquiera has podido sorprenderte con la simétrica forma de los tulipanes de ningún jardín. Estás en un simple aeropuerto. Con pisos y techos y ventanales por los que no has visto más que aviones y un cielo nublado. Pero sabes bien que estás en Europa. En la UE, ese gran reino inmaculado para el que las ratas latinoamericanas como tú, son un peligro inminente.

En la fila, delante de mí, venía una familia gringa. Papá, mamá, nene y nena gringos. Carreola, maletas, comida de bebés, medicamentos, juguetes. Toneladas de cosas. Y pasaportes gringos. La única cosa que tuvieron que hacer fue enseñarlos. El holandés del mostrador les dio las gracias y la bienvenida con su sonrisa del mediodía pasado y quizás incluso sintió que un puente unía a la gran nación de Bush con su banquito detrás de su mostrador de plástico. En cuanto vio mi águila y mi serpiente, claro, la cosa cambió. Que a dónde iba, que a qué iba, que cuánto tiempo planeaba quedarme, que a ver donde estaba mi tarjeta bancaria, que si tenía el boleto de vuelta y pensándolo bien, no, de boleto de vuelta nada, mejor enséñame la carta de invitación y así te pongo en el próximo avión de vuelta a tu agujero subdesarrollado ¡inmigrante! Claro, la puta carta. Que M me mandó diciendo que por si acaso, que en la muy remota situación de que me encontrara con un gorila y me la pidiera. Tenía todo, absolutamente todo lo que podían pedirme. Pero nada estaba asegurado. El holandés del mostrador podía sencillamente verme cara de terrorista, de narcotraficante y decidir que no. Que no me dejaba entrar a su reino inmaculado porque no se le daba la gana. Una cosa que creo que hasta podría violar los derechos de uno, que sí, ser subdesarrollado, pero humano al fin. Sólo falta que eso tampoco nos lo reconozcan. Pero el holandés del mostrador no encontró más pretextos y tuvo que dejarme pasar con una mueca torcida. He entrado a la UE. Y entro con menos ganas que con las que me hubiera vuelto a mi país.

Los grandes dueños del mundo. Entre ellos, sonrisas y cordialidad. Pero estamos los demás: la amenaza. El tercer mundo. Debemos cumplir con una tonelada de requisitos si es que aspiramos a entrar y dar un vistazo a su reino inmaculado o a su patria de la libertad. Nos tienen miedo porque alteramos su ecosistema. Porque no vivimos siguiendo un manifiesto de reglas, porque sobrevivimos transgrediéndolas. Porque no tuvimos revoluciones hace sesenta años, sino hace veinte. Nos temen como se teme a todo lo desconocido. ¿Porqué carajos no se han extinguido? puede que se pregunten. O quizás se pregunten por qué carajos insistimos en seguir viniendo a sus reinos sin importar cuántas barreras nos pongan y cuánto nos demuestren que no somos bienvenidos, ni lo fuimos ni lo seremos jamás.
– Chinga mucho a tu madre –le dije al holandés del mostrador, con una sonrisa exagerada.
Porque una venganza minúscula, propia y secreta, te puede salvar el día. O la cordura. Y a veces incluso, las dos cosas.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Crónica de una mañana de mierda

Tenía intenciones de levantarme a las ocho de la mañana, pero me olvidé de poner el despertador, así que me levanté una hora después. Buscando hacer dos cosas al mismo tiempo, puse la cafetera sobre el fuego de la hornalla mientras me hacía un “baño vaquero” como elegantemente se le llama en México. La cafetera hizo lo suyo antes que yo y para cuando apagué el fuego, el café ya estaba quemado. No me lo bebí todo porque sabía a caldo de cenizas.
Tenía que ir a la oficina de la Prefectura a entregar todos los papeles necesarios para pedir la ciudadanía italiana. Y de pronto se me ocurrió que podía serme útil imprimir otro formulario, por si había cometido algún error en el que ya había compilado. Uno siempre corre el riesgo de poner una cosa que no debe en el espacio en blanco correspondiente. Una coma, un acento, una letra de más o de menos. Mandé a imprimir el mentado formulario mientras me vestía. Cuando volví frente a la computadora, el papel se había atascado en la impresora. La apagué, la abrí, saqué el papel atorado, la encendí y volví a mandar a impresión. Eran las diez cuando salí de casa.
Me faltaba comprar un timbre fiscal. Acá para pedir cualquier cosa oficial debes comprar siempre un timbre fiscal que venden por lo regular en las tabaquerías. Me faltaba también fotocopiar un par de documentos. En cinco minutos estaba en la tabaquería comprando el timbre. En cinco minutos más, estaba en la papelería, pidiendo las fotocopias.
La dueña no estaba. En su lugar estaba una vieja con el pelo pintado de amarillo canario, con gafas de sol azules, de esas a la John Lennon; y vestida con unos leggins, una minifalda de mezclilla y una blusa blanca llena de encajes, estoperoles, brillitos y cintas, escotada casi hasta el obligo. Tendría unos sesenta años. O hasta más.
La vieja me recibió los documentos, fue hasta la fotocopiadora y volvió con todas las hojas en desorden. Le pagué y me dispuse a ordenar todo aquello. Entonces descubrí que el recibo de pago que había hecho en la oficina postal no estaba. Estaba la fotocopia que la vieja había hecho, pero no el original. Le pedí a la vieja que revisara si no estaba por ahí.
– No señora, yo le di todo, justo como usted me lo dio –dijo y se alzó de hombros.
Entonces empecé a sudar frío. La hojita perdida era el recibo del pago por el derecho a convertirme administrativamente, en ciudadana italiana. Un recibo por doscientos euros, que no es poco.
Revisé papel por papel, entre las decenas de originales y fotocopias que llevaba en una carpeta. Nada. Le pedí que revisara de nuevo, por favor, porque no era posible que aquel recibo hubiera desaparecido así nomás. La vieja siguió repitiendo que ella me había entregado todo, tal cual yo se lo había dado. Se paseó por acá, por allá y siguió diciéndome busque bien, señora, busque en sus papeles, porque yo le di todo.
En eso llegó la dueña. Le conté lo que había pasado y ella se puso a buscar por todos lados, levantando hasta los clips que encontraba sobre el mostrador. La vieja la siguió pisándole los talones y repitiendo que ella lo único que había hecho era darme los documentos en la mano, tal como yo se los había entregado.
La dueña no encontró nada. Me sugirió que le dejara mi número de teléfono y si acaso “aquel papel” aparecía, me llamaba. El sudor me corría a chorros por la frente.
– Es que no puedo irme sin el recibo, señora –le expliqué–, tengo que hacer un trámite burocrático y me piden el original, usted entenderá que…
Y sí, lo entendía, dijo, pero ¿qué podía ella hacer? Claro, y además ¿qué carajos le importaba? La vieja volvió al ataque con su retahíla y entonces me desesperé.
– ¡Señora! –grité– ¡Yo no estoy buscando culparla de nada! ¡Necesito ese recibo! ¡No me interesa lo que usted hizo o dejó de hacer! ¡Yo entré acá con ese recibo y no me voy a ir sin él!
A la vieja le importó poco y siguió con lo suyo. Entonces yo seguí con lo mío y empecé a revolver todo lo que encontraba a mi paso. La dueña me pidió que me calmara y se puso a revisar, hoja por hoja, todos los originales y fotocopias que llevaba yo en la carpeta.
– En efecto, no está –fue su aguda conclusión.
– ¡Qué extraño! –dijo la vieja– porque yo hice las fotocopias y le entregué a la señora todos los documentos en la ma…
– ¡Basta, señora! ¡Ya le entendí! –seguí gritando– ¿Me está diciendo entonces que yo perdí a propósito mi recibo para culparla a usted? ¿Cree que para eso entré aquí?
La dueña volvió a pedirme que me calmara. Volvió a dar una vuelta por todo el lugar. Miré la hora. Faltaban quince minutos para las once. Llevaba más de media hora metida allí, en la dimensión desconocida.
– No me puedo ir sin ese recibo, no puedo – dije y casi me saltaban las lágrimas de los ojos.
Entonces sucedió el milagro. A la dueña se le ocurrió mirar detrás del mostrador.
– ¡Mire dónde estaba! –dijo recogiendo el recibo del piso y extendiéndomelo.
– Claro, porque se ve que yo le di todo en la mano y la señora como tenía todos esos papeles aquí encima, hizo que…
– ¡Señora! ¡Ya estuvo bien! –le grité desgañitándome– ¡Fue culpa mía! ¡Yo fui la que lo hizo caer a propósito, para culparla a usted!
– Yo sólo le estoy diciendo que yo le di todo tal como usted me lo dio…
– ¡Culpa mía! –la interrumpí– ¡Fue culpa mía! ¡También que usted en lugar de ayudarme a buscar el recibo, se haya puesto a repetir mil veces que me entregó todos los documentos en la mano! ¡También eso fue culpa mía!
Salí de allí gritando y jurándome no volver nunca más. La vieja seguía repitiéndole a la dueña la misma historia.
Tres minutos después estaba tomando el autobús que me dejaba a unas cuadras de la oficina de la Prefectura, que cerraba al mediodía.
A las once, bañada en sudor, estaba entrando en aquel lugar. Y leía, en una hoja pegada en la pared, que no aceptaban fotocopias de los documentos de frente y detrás, sólo hojas fotocopiadas por el frente. A mí me habían hecho dos fotocopias de frente y detrás, de los documentos apostillados que venían de México. Uno no quiere entrar a una oficina burocrática italiana con un error así. Es como regalarles la oportunidad de gritarte y de pendejearte cuantas veces les plazca. Es como mentarte la madre a ti mismo.
Así que tomé el papelito con el número, porque acá siempre hay que tomar un número para todo, no sólo para comprar carne en el supermercado. Y salí a buscar donde hacer las mentadas copias. Di un par de vueltas en los alrededores y finalmente encontré una tabaquería donde las hacían.
A las once y cuarto estaba de vuelta en la oficina, cocida en mis jugos y con las manos temblando ya no sé ni de qué. Apenas entrar escuché que gritaban desde el cuartito del alto poder burocrático: ¡ochenta y cinco! Mierda. Yo tenía el ochenta y uno. Mi turno ya había pasado. Tomé otro número. El noventa y seis.
Un rato después estaba sentada frente a una joven burócrata que revisaba mis papeles.
– Pero usted no puede solicitar la ciudadanía todavía – me dijo.
Entonces mi cuerpo sudó toda el agua que tenía de reserva. Ahí, sentada en aquella silla de plástico, sentí cómo me deshidrataba en cosa de segundos. Hace dos meses, en esa misma oficina, otra joven burócrata me había dicho exactamente lo contrario.
– Tiene que esperar un par de semanas más –siguió la joven burócrata de ahora.
De alguna manera, en el Registro Civil aparece que yo asenté mi residencia en esta ciudad en mayo del dos mil nueve. No sé si porque en mayo del dos mil nueve perdí el primer documento de identidad, o porque fui tan idiota como para pasarme un año acá sin ir a registrarme a la oficina esa. El caso es que aparece así. Y por norma, la ciudadanía se puede pedir sólo después de dos años cumplidos de residencia legal en el país.
La joven burócrata garabateó tres líneas en código en un pedazo de papel y me dijo que volviera el treinta de mayo.
Faltaban diez minutos para el mediodía cuando salí de allí. Metí la mano en mi mochila. Busqué y rebusqué sólo para comprobar que me había olvidado los cigarros en casa.
Sí, hace más de un mes que volví a fumar. No me pregunten por qué.


lunes, 9 de mayo de 2011

De los alpinos y de los Alpes

El fin de semana pasado se celebró el 84º Encuentro de los alpinos. Los alpinos son los militares de la parte norte de Italia, donde están los Alpes italianos, lo que desvela la razón de su nombre.
Los alpinos se juntan cada año en una ciudad distinta y este año tocó la suerte de que lo hicieran en la ciudad donde vivimos. Algunos empezaron a llegar desde el miércoles, pero el jueves se dejaron venir en hordas. Se esperaban cientos de miles, dijeron los noticiarios. La tarde del jueves no había calle por dónde pasar, que no te toparas al menos con un grupo de alpinos, con sus gorros tipo Robin Hood adornados por una pluma negra.
El Valentino, el parque que está a unas cuadras de casa, se llenó de carpas y roulottes como si aquello fuese un campamento. En cada una de las plazas, en mayor o menor escala, sucedió lo mismo.
No tengo mucha idea de para qué se juntan los alpinos cada año. Me he quedado con la impresión de que se juntan para cantar canciones de guerra y para beber. Sobre todo para esto último. Desde el mediodía andan serpenteando por las calles, oliendo a dolcetto o a barbera.
El jueves por la noche fuimos a comer pizza al lugar de siempre, donde hacía cosa de tres meses que no nos parábamos. Enfrente de la pizzería abrieron un bar de tapas y ahí había un grupo de cuatro jóvenes alpinos. Que con el barullo que hacían podían fácilmente pasar por un grupo de cuarenta. Charlaban a los gritos, cantaban ídem y decían palabras en español que imagino acababan de enseñarles los dueños del bar. Los cuatro jóvenes alpinos estaban cocidos en alcohol, como si los hubieran dejado en salmuera de tinto.
- Sono messi proprio male – dijo incluso el de la pizzería, que es como decir que andaban hasta las chanclas.
Por la madrugada se seguían escuchando. No esos cuatro, sino otros, cualesquiera que fuesen, que se paseaban por las calles vecinas.
El viernes la cosa se puso peor. El tráfico estaba interrumpido por todos lados. Cada espacio público convertido en una feria. Había letrinas cada dos cuadras. La ciudad olía a vino, frituras, chorizos a la parrilla y orina fresca.
Los alpinos se paseaban por todos lados con unos coches que parecían de fabricación casera. O se paseaban en carretas. Porque se vinieron hasta con los caballos y las mulas. E iban cantando y sonando claxons con melodías exactamente iguales a los de los microbuses chilangos (exceptuando “La cucaracha” que imagino, habrá ya sido declarado patrimonio público).
La gente estaba contenta, eso que ni qué. Los veían pasar y sonreían y los saludaban y les aplaudían. Se ve que los quieren y que los respetan. Imagino que de eso pedirá Calderón su Navidad: un pueblo castrense en cuerpo y alma. Nunca había visto a tanta gente emocionarse tanto frente a los militares.
En fin.
A nosotros se nos volvió insufrible y el viernes por la noche salimos huyendo hacia un pueblito en las montañas de los Alpes, donde, miren ustedes qué curioso, no vimos un solo alpino.