lunes, 31 de enero de 2011

Enero 31, 2011

Hoy es el último de los tres Días del Mirlo, que se llaman en realidad I Giorni della Merla, porque se llaman en italiano. Son los tres días más fríos del año. Eso dicen en estas tierras. Yo no podría asegurarlo, porque mi percepción en invierno normalmente es que los últimos tres días vividos, han sido los más fríos de la historia.

Pero el frío extremo de estos días no les ha sido atribuido sólo por la percepción de alguien. Se trata de toda una leyenda. Que tiene como protagonista a un animal: un mirlo.

Alguien me lo dijo de pasada en mi primer año acá. Los últimos tres días de enero se llaman así y son los más fríos del año. Sólo que no me contó la leyenda. Nadie lo hizo. Y que conste que la he preguntado. Así que me puse a dar vueltas por el google para enterarme de cómo iba. Y esto fue lo que encontré:

Había una vez un mirlo, que tenía un lindo plumaje blanco y que cada año sufría el maltrato de Enero, un mes frío y sombrío. Enero esperaba que el mirlo saliera de su nido a buscar comida, para entonces derramar frío y hielo sobre la tierra. Así se divertía Enero. El mirlo, cansado de la persecución continua, un año decidió juntar las provisiones necesarias y se encerró en su guarida por todo el mes de Enero, que entonces tenía sólo 28 días. El último día del mes, el mirlo, pensando haberse librado del malvado Enero, salió de su escondite y comenzó a cantar en tono burlón. Enero se enojó tanto que le pidió prestados tres días a febrero y se desató con tormentas de nieve, viento, escarcha, lluvia. El mirlo se refugió en una chimenea y se quedó allí durante tres días. Logró salvarse, pero cuando salió, su lindo plumaje se había ennegrecido por el humo y así quedó para siempre, con las plumas prietas.
La leyenda termina diciendo que si los Días del Mirlo son fríos, la primavera será linda, Y que si son cálidos, la primavera llegará en retardo.

Sí. Eso último no tiene ninguna relación con el grueso de la leyenda. Es más una especie de apéndice del que se podría prescindir sin ningún remordimiento. Aunque en realidad, si uno lee toda la leyenda con un poco de atención, se da cuenta que no es precisamente una obra maestra del argumento.

Hay un pájaro bueno y blanco que sufre el acoso de un mes frío y malvado. El pájaro encuentra la manera de salvarse de tal acoso y cuando piensa que ya la libró, se burla del mes malvado. Éste último se enoja y le cae encima con toda la fuerza de su helada maldad. Entonces el pájaro tiene que esconderse otra vez. Y al final todo el pueblo termina cagándose de frío tres días seguidos y el pájaro termina volviéndose negro.

Bueno. Estamos de acuerdo que es una leyenda, no una fábula. Pero si uno deja espacio a la libre interpretación, llega a encontrar un par de lecturas bien poco ocultas. Una: que si uno es blanco y sufre algún tipo de bullying, más le vale no protestar so pena de volverse negro. Dos: que si la maldad no te salió bien, tendrás siempre una segunda oportunidad para desquitarte. O tres: que si un pájaro no soporta con estoicismo el maltrato de la naturaleza, al resto del mundo le toca cagarse de frío.

Qué sé yo. Después de todo, no soy ninguna experta en leyendas. Que conste.

viernes, 28 de enero de 2011

Enero 28, 2011

Hace unos días viví una cosa bastante novedosa. Fui a un flash mob.

Ya en casa, y luego de un paseo por el google, me di cuenta que de novedosa nada, que hace al menos seis años que estas cosas se hacen, que ha sido invención de los genios en manifestaciones sociales de Manhattan y que lo normal es juntarse sin ningún otro fin que el de echar desmadre en montón.

Según parece, la gente se va poniendo de acuerdo con mensajes vía mail, celular o red social preferida. Alguien propone a los conocidos juntarse a tal hora en tal lugar y como sucede casi siempre con estas cosas, la piedrita lanzada colina-web abajo crece y al final resultan cien o más fulanos los integrantes del alud concurrente.

Pues bien.

No sé quién haya lanzado la iniciativa del otro día. La idea era reunirse en Porta Nuova, la principal estación ferroviaria de Turín; debajo de los pizarrones negros que anuncian en letras blancas las salidas y llegadas de los trenes.

Ya dije que el fin de un flash mob normalmente es sólo el jolgorio, pero este en particular se hizo con la finalidad de protestar contra el gobierno de Berlusconi. Hacer saber una vez más, que hay mucha gente muy descontenta. Que están hartos. Que quieren que renuncie al cargo y enfrente los procesos que se siguen acumulando en su contra.

Para identificarse decidieron usar lentes de sol, aunque la cita fuera en un lugar cerrado y a las seis y media de la tarde, en que ya es noche cerrada.

Cabe aclarar que a estas cosas uno no puede llegar cinco minutos tarde, porque entonces se encuentra con que la cosa se ha terminado. Si uno llega con dos minutos de retraso, entonces se encuentra con que ya empezó. Que fue justo lo que nos pasó. Por culpa mía, porque me tardo demasiado tiempo en colocarme todos los componentes de mi atuendo del polo norte de estos tiempos.

Nosotros nunca nos enteramos de estas cosas. O estamos en pocas redes sociales, o somos muy poco activos, o no conocemos a la gente adecuada, o todo eso junto. Yo fui porque M me lo sugirió, porque a él se lo contó un amigo recién estrenado que tiene.

Bueno. Esta vez nos enteramos y fuimos con este tipo que llevaba en el bolsillo los lentes oscuros y todo, muy preparado.

Desde unos metros antes se escuchaba la música y el bullicio. No sé si eran cien. Lo parecían. La mayoría eran jóvenes, muy jóvenes. Pero había también adultos, con canas y arrugas. Sobre todo señoras. Que bailaban, aplaudían, silbaban y gritaban como todos los otros, cuando alguien daba alguna señal. Ahora salten, ahora griten, ahora aplaudan. Algo así, creo. A no ser que de verdad se haya creado una especie de "conciencia grupal" y todos hacían lo mismo al mismo tiempo empujados por una especie de certeza o instinto común.

Alrededor de la masa congregada que era este flash mob, había algunos que sólo miraban, muchos con cámaras fotográficas y unos pocos con cámaras de video. Pero la mayoría hacía parte de esa mezcla compacta de cuerpos humanos que saltaba y gritaba y bailaba.

Pasados tres minutos, alguien empezó a gritar di-mi-ssione!, di-mi-ssione!, di-mi-ssione! Y todos coreamos palmeando las manos. Un sonido lindo. Sobre todo si uno piensa que es el sonido del pueblo y uno cree que lo que se vive acá es una democracia.

Había pancartas improvisadas, pedazos de cartón y hojas escritas a mano que no alcancé a leer del todo porque me quedaban lejos o miraban hacia otro lado. Pero todas parecían tener un mensaje en común: reclamos al Primer Ministro, invitándolo a dimitir. Eso. Cuando ya sonaba fuerte el coro pidiendo la dimisión, el grupo empezó a disolverse obedeciendo a varios chicos que decían ¡se ha terminado!, ¡dispérsense!, ¡sepárense!

Listo. Cinco minutos en que se pudo soltar la rabia y la indignación. Pequeño pero significativo acto que une, que acerca, que hace a un grupo más fuerte. Aunque dure sólo un rato. Saber que no se está solo te puede salvar de muchas cosas. Incluso de ti mismo. Sobre todo de ti mismo. Aunque sea sólo por cinco minutos.

Y para los ajenos, los extranjeros, los extracomunitarios, queda confirmado una vez más, que no es en los talleres interculturales, ni en los sellos, ni en las visas, ni en los permisos de residencia; sino en el desmadre, que uno se siente parte de algo.

miércoles, 26 de enero de 2011

Enero 26, 2011

Los martes voy a un curso de nutrición. Ayer vino un apicultor y nos hizo una degustación de tres tipos de mieles. Y para ello, tuvimos que pasar por la penosa experiencia de hacer una cola.

Y es que acá en Italia, si uno no es de los primeros diez en llegar frente a la puerta, barrera, ventanilla, o cosa que determina el acceso a algo, hay que hacer cola. Pero no una de esas colas en las que uno o dos se ponen detrás de otros uno o dos y así sucesivamente. No. La cola a la italiana es una masa informe de cuerpos aglomerados que se clavan codos, rodillas y sobre todo, miradas afiladísimas.

Hacer una cola en Italia requiere armarse hasta los dientes de paciencia, pero sobre todo de una curiosa mezcla de ira y astucia. De maña, como dirían mis tías. O de simple gusto por joder al prójimo. Porque pasarle por delante a uno en una cola, es más que una victoria, es una afirmación de la propia superioridad. Frente a los otros, pero sobre todo, frente a uno mismo. Hacer colas acá no es para los de espíritu deportivo. No. Es para esos que poseen un inflado espíritu competitivo.

Nunca se sabe si ya se ha superado la “cola”, hasta que no se ha llegado a donde quería o pretendía. En el caso que me ocupa, a los tres tarros de miel y las cucharitas de plástico, dispuestos sobre una mesa en un rincón del aula. E incluso ya estando delante de la mesa, uno no tiene asegurado haber ganado la batalla. Porque hay que lidiar con los que le apartan el lugar a la hermana, al marido, a los tres amigos que todavía están a unos pasos: ven, ven, acércate, que yo no me muevo de acá, disculpe, ¿puede dejar pasar al señor? Están también los que toman tres o cuatro o cinco cucharitas y lentamente escarban dentro de los frascos hasta llenarse las manos de tantas muestras como les parece necesario. Y están claro, los que se apostan frente a los tarros, comienzan a llenar cucharitas y las van pasando por sobre las cabezas de los otros, a las distintas manos que se van alargando desde atrás: Pina ¿ya probaste la de castaña?, Gianni, mira, esta es de flores de los Alpes, prueba, prueba que buena, ¿le diste a probar a Pippo? espera que te tomo otra cucharadita.

La reacción de los otros, que están cerca de la mesa, pero no han logrado acercarse a los tarros de miel, es igualmente variopinta. Están los que se quejan en voz alta, reclamando normalmente al Señor o a la Madonna. Los que hacen muecas de desaprobación y no dicen nada. Los que actúan como si nada. Y por supuesto, están los que reclaman. El argumento es casi siempre el mismo y muy válido: oiga, venimos todos luchando en la cola, no es justo que usted se tome la libertad de apropiarse del espacio y menos de los tarritos, para asegurarles a sus amigos una cucharadita de todos los tipos de miel. Claro que normalmente los que se toman esas libertades sostienen precisamente lo contrario, que como llegaron primero tienen derecho incluso a tomar el doble o el triple de cucharaditas, si así lo desean.

Y así se va. Los participantes de la cola se enojan. Se insultan con eufemismos. Se dicen palabrotas cuando están lo suficientemente lejos como para esquivar una posible confrontación, pero lo suficientemente cerca como para asegurarse de ser oídos. Y todo queda en un “en fin”.

Porque si uno se pone a buscar a los responsables de todo este ímprobo mecanismo de las colas italianas, puede llegar hasta la loba que amamantó a Rómulo y Remo (o Rémulo, como lo llama el Primer Ministro). Por ahí los dos tipos se peleaban por ser el primero en llegar a la teta más llena de leche.

Nunca se sabe.

Por cierto, la miel muy rica. Casi diría que valió la pena la batalla por conseguir una cucharada. Casi.

martes, 18 de enero de 2011

Enero 18, 2011

Nunca he sido buena para los cambios de año. Y este no ha sido la excepción. Ya superamos la mitad de enero, y yo todavía sigo escribiendo 2010 sin darme cuenta.

Siempre he sentido que los años en lugar de agotarse y dejar paso al siguiente en un pacífico protocolo, se precipitan sobre el anterior. Cosa que me ha dificultado aceptar el cambio en el calendario de manera natural, como parece ser que hacen esos que el primero de enero ya están hablando del día anterior como “el año pasado”.

Esto me pasa desde secundaria (que es la época de la que data mi memoria más o menos ordenada). Recuerdo que al volver de las vacaciones de invierno, me llevaba varias semanas hacer el cambio mental de año y empezar a registrarlo por defolt en mis cuadernos escolares. Porque cuando yo iba a la secundaria (¿se hace todavía?) era imperativo coronar los apuntes o el dictado del día, con la fecha correspondiente. Quizás desde entonces me quedó la costumbre y cada que escribo algo, cualquier cosa (como es el caso de este blog), le pongo de cabecera la fecha del día.

En fin.

Que venía con intenciones de escribir otra cosa, ya no recuerdo qué, y en lugar de 2011, puse 2010. Y hay que ver en lo que derivó. Las intenciones del subconsciente son insondables.

domingo, 16 de enero de 2011

Enero 16, 2011

Hace cosa de 30 meses que vivo en Italia. Sin embargo, últimamente me he podido enterar que en México, la panacea en sueros ya no es el Pedyalite, sino los electrolitos orales del Suerox, publicitados por un bebé con parálisis facial que le tomó prestada la voz a un “niño bien” de Polanco.

Ahora también sé que para dejar de ser un “osito” y volverse un “tigre” hay que tomar unas pastillas que se llaman M-Force. Que Ultra-Bengue es el único ungüento para el dolor muscular que combina un poderoso desinflamatorio con anestesia tópica. Y que para tranquilizarse se puede tomar el té Dalai.

Todo gracias a que en la página de Televisa han comenzado a incluir los comerciales en las transmisiones del programa de Nicolás Alvarado y Julio Patán. Sí, desde hace varios meses adquirí la feísima costumbre de ver ese programa. Lo hice atraída por las constantes demostraciones de erudición que hace Alvarado en su programa de Canal 22. Cuando vivía en México lo veía con harta frecuencia. Acá no lo veo más porque los programas subidos al Youtube se dejan ver en mi computadora normalmente hasta el minuto 18 o 22. Luego la cosa se traba justo en el momento en que están a punto de contar cuál es el origen del sudoku y no hay manera de que vuelva a correr y a mí eso me pone los nervios de punta.

Decía, entonces, que comencé a ver tal programa por Alvarado, porque a Patán ni lo conocía. Me gustó la idea de que un par de tipos hablaran sobre cualquier tema sin leer directamente del teleprompter, pero luego empezaron a molestarme varias cosas. Por ejemplo, que Patán diga ¿síiii? insistentemente. Siempre me ha fastidiado la gente que a la exposición de sus ideas o argumentos, entrelaza una pregunta monosilábica y encima, le larga una vocal: ¿nooo? ¿okeeey? ¿ajáaaaa?. Sobre todo los que usan el ¿síiii? Como si estuvieran exponiendo una verdad pura y si uno no asiente, es por puro imbécil.

Otra cosa que no me gusta es que los dos hablan igual. Alvarado mueve constantemente la cabeza hacia delante mientras abre las manos y enseña las palmas, mientras que Patán aprieta más o menos los ojos y los puños, dependiendo de la seriedad que le imprime a lo que está diciendo. Pero los dos usan el mismo tono, las mismas inflexiones. Lo he notado porque más que verlos, los escucho: los pongo mientras cocino.

No me gusta cuando pronuncian algo en francés con acento francés, y mucho menos cuando pronuncian algo en inglés con acento inglés. Y con el tiempo han comenzado a parecerme tiesos, engreídos, pedantes. Y lo peor: esnobs.

Cada vez los pongo menos, pero sigo haciéndolo. No sé para castigarme de qué. Tampoco sé porqué comencé a hablar de ellos. Ah, sí. Era por la cosa de los comerciales que me he chutado en los últimos días. Una cosa repugnante. De manufactura y de contenido. Imágenes sobrecargadas, colores sucios, edición hecha con tijeras y pegamento, luces empastadas, actuaciones exageradas. Y como si fuera poco, venden productos milagrosos para solucionar problemas imaginarios.

Y pensar que cuatro años de mi juventud, los pasé en una escuela de Publicidad.

sábado, 15 de enero de 2011

Enero 15, 2011

Estaba diciendo, la semana pasada, que dejé de escribir más o menos cuando dejé de fumar. De la manera en que sucede siempre, el acto de poner ideas por escrito estaba directamente ligado al acto de chupar y escupir humo de tabaco.

Si escribía en la computadora, siempre había un cigarro encendido en el cenicero al alcance de la mano. Si escribía a mano, siempre había un cigarro encendido entre mis dedos. Quizás en algunas ocasiones le diese sólo cinco o seis pitadas, pero lo hacía en dos momentos cruciales: cuando la mano o los dedos parecía que no iban a parar nunca, y cuando paraban de improviso. O lo que es lo mismo, cuando las palabras en mi cabeza avanzaban claras, fluidas, veloces; o cuando la idea en mi cabeza se atascaba, y no lograba encontrar la palabra o la frase adecuada.

No sé en qué momento aquello se convirtió en un ritual. Pero eso era. Cuando me sentaba frente a la hoja o a la pantalla en blanco, la primer cosa que hacía era encender un cigarro. Y cuando ponía el punto, que aquel día era el punto final, encendía uno más.

Lo curioso es que no tomé conciencia del ritual que implicaba escribir, hasta que me encontré en dificultad para seguir haciéndolo. El cigarro se reveló una parte esencial en el proceso. Un descanso y un apoyo. Incluso más que el alcohol, que se unió para que formáramos un triángulo un tanto desastroso, por un tiempo considerable. Pero esa es otra historia.

No digo que sea imposible escribir sin fumar. En mi caso, ha sido sólo complicado.Y es que no creo que volver a fumar haga brotar nuevas historias y la habilidad para contarlas así, de repente. No lo creo porque eso también, ya lo he intentado.

viernes, 14 de enero de 2011

Enero 8, 2011

Dejé de escribir más o menos cuando dejé de fumar.

No puedo decir que haya sucedido al mismo tiempo, porque en ninguno de los dos casos se trató de un hecho rotundo, sino más bien de eventos que se desarrollaron a lo largo de varios meses. De lo que estoy casi segura, es que lo primero fue en gran parte consecuencia de lo segundo.

Ya hablé sobre cómo comenzó (o cómo recuerdo que lo hizo) el bloqueo.

El cigarro lo dejé por cuestiones médicas. O algo así. Durante los diez años que fumé, lo hice con gusto y en abundancia y nunca, nunca pensé en dejarlo. ¿Por qué comencé a considerarlo luego de una advertencia médica? Por lo de siempre, por miedo. Los médicos son poseedores de un modo, de un lenguaje y de muchas certezas que infunden un miedo atroz.

No fue cosa fácil. Intenté dejarlo de un día para el otro. Visto que había tantos que contaban que lo habían dejado así “con un par de huevos”, pensé ¿y yo por qué no? Durante una semana me retorcí las manos, sufrí insomnios, pesadillas, sudores fríos, taquicardias. Hasta que el médico que me había recomendado no fumar, me aconsejó que volviera a hacerlo. “No se puede dejar el cigarro así de golpe. Tienes que bajar el consumo de nicotina gradualmente”, dijo. Así que apenas salí de consulta, me compré una cajetilla y me la fumé entera ese mismo día.

Luego probé con los chicles de nicotina. Ineficacia pura. Resultó que entre mascada y mascada, siempre terminaba encendiendo un cigarro.

Intenté entonces la “dosificación deliberada”. Y hasta me diseñe un programa: considerando el número de cigarros que me fumaba en un día regular, si disminuía uno al día, en cosa de dos meses lo habría dejado por completo. Iba por la segunda semana cuando me di cuenta que la angustia de saber que no debía fumar “ese” cigarro, me hacía fumarme tres más.

Me olvidé de mi estratégico plan y comencé con los puros. Con los chiquitos. Me habían dicho que al no “darle el golpe”, fumar puro era casi como no fumar. Yo me lo creí, porque necesitaba hacerlo. Pero empezaron las complicaciones. Cuando estaba en un lugar cerrado (sí, cuando yo era fumadora, en México se podía fumar en los espacios cerrados), apenas encendía aquella cosa, una amable mesera se me acercaba y me invitaba a apagarlo, porque “el humo del cigarro está bien, pero el del puro, usted comprende”. Y yo lo comprendía. A la primer persona que fastidiaba aquel olor y aquella humareda, era a mí. Así que dejé la cajita de puros a la mitad. Y volví con más gusto que antes, al cigarro.

Y así seguí. Un buen día llegó una segunda recomendación médica. Pero la historia, con una que otra variante, se repitió.

No fue hasta un año y medio después del consejo del primer médico, que dejé de fumar. Andaba recorriendo las barrancas de Chihuahua en invierno y me pesqué tremenda bronquitis. “Te salvaste por un pelo de que se te hiciera neumonía” me dijo el otorrino.

Pasaron meses antes de que volviera a encender un cigarro. Tenía miedo de que los pulmones me volvieran a doler de aquella manera. Así que como dijo el primer médico, lo fui dejando de a poco, con el tiempo.

Hace tres años que me uní al gremio de los insoportables ex fumadores. Si estoy en un lugar cerrado lleno de humo, me dan arcadas y accesos de tos. Detesto el olor de las colillas. Detesto que alguien fume cuando estoy comiendo, que fumen dentro del auto en el que viajo, que alguien me salude luego de haber fumado. Y en general, detesto el olor a tabaco.

Supongo que está bien. Por la cuestión de la salud. La parte mala es que por los mismo tiempos en que desaparecieron los cigarros de mis dedos, desapareció mi capacidad de escribir.

Pero eso se los cuento después. Hoy, me parece, ya me he extendido demasiado.

Enero 5, 2011

En las primeras páginas de “Trópico de cáncer”, Henry Miller escribió:
“Se puede dormir casi en cualquier parte, pero hay que tener un lugar para trabajar. Aún cuando lo que estés haciendo no sea una obra maestra. Hasta una novela mala requiere una silla en que sentarse y un poco de aislamiento”
Es una perogrullada que yo aclare que mi intención no es hacer una obra maestra. No es ni siquiera hacer una “novela mala”. Incluso la palabra “novela” le queda muy grande a lo que estoy intentando hacer acá. Estoy intentando escribir. Volver a escribir. Y eso, a pesar de aquellos que consideran el tiempo empleado en una cosa que no produce dinero como tiempo perdido; eso, es un trabajo. Uno que hago desde mi cómoda silla de imitación de piel negra. Cierto, tengo dónde sentarme. Pero lo que me hizo recordar la cita de Miller (y buscarla en mi cuaderno de “notas”) es la dificultad que tengo ahora mismo para alcanzar lo otro, el aislamiento. Sobre todo el aislamiento mental que se requiere para escribir.

Al tiempo que oprimo teclas para formar palabras, estoy pendiente del reloj. O más bien dicho, de que no se me vayan a pasar los veinte minutos necesarios para que se cuezan las lentejas, que están dentro de la olla a presión, sobre un fuego en la cocina.

Tecleo y reviso el reloj, con el mandil puesto. ¿Cómo puedo convencerme a mí misma de que este es el momento del día que me regalo para escribir? Bueno, de alguna manera tengo que hacerlo. Apretar teclas y picar cebollas deben comenzar a ser dos actividades armónicas, integrales, concordes. Por un lado, recuperar la satisfacción de un párrafo bien logrado. Por el otro, seguir sintiendo el gusto de siempre cuando M aspira profundo y dice ¡mmmm! ¡pero qué bien huele!

Cosa que con suerte sucederá la próxima ocasión. Porque esta vez, mientras divagaba en el teclado, se me quemaron las lentejas.

Enero 4, 2011

Hace tiempo que no me atacaba un resfriado bariloche. Apenas comenzó el 2011 y ¡zaz! con todas sus fuerzas.
El primero se presentó hace más o menos siete años, cuando viajaba por la Patagonia argentina. Fue un resfriado marca diablo de esos que te joden el presupuesto (por el gasto que implican) y te alargan la estadía (por el reposo que precisan). Fue un resfriado tan violento, que me hizo sentir que dentro mío había sólo mocos buscando una salida. Dormitaba, pero no alcanzaba nunca el sueño profundo. Me alimentaba, pero no lograba encontrarle sabor a las cosas que engullía. Estornudaba. Sí. Básicamente, estornudaba. Fue un resfriado que me obligó a quedarme inmóvil por una semana entera, tumbada en una cama de albergue barato.

Cuando me atacó el segundo, casi un año después y mientras viajaba por Río de Janeiro, decidí bautizar a “ese” tipo de resfriados con el nombre del lugar donde se presentó el primero. Bariloche. Nada original, lo sé. Todos bautizan de la misma manera todo lo bautizable.

La cosa es que estos primeros días de enero, mi resfriado bariloche me tiene confinada en casa, esclava del papel de baño, echada en cama casi todo el tiempo. Y no hay nada que pueda hacer, como no sea esperar. Los resfriados bariloche, bien sabido lo tengo, precisan de paciencia. De paciencia más que de reposo. Nunca viceversa.

Enero 3, 2011

Hasta hace unos años, cuando alguien me preguntaba a qué me dedicaba (¿qué haces? En realidad la pregunta siempre es ¿y tú qué haces?), yo respondía: soy escritora. Casi siempre la gente se interesaba (o fingía interés) en saber qué era lo que escribía y qué estaba escribiendo en ese momento. Muchas veces no estaba escribiendo nada. Quiero decir, no dedicaba ciertas horas del día a escribir un relato en particular. Pero de alguna manera, estaba siempre escribiendo. Viendo historias en las notas que leía en un periódico, en las conversaciones que alcanzaba a escuchar en un café, en las caras de la gente esperando el autobús. Armaba diálogos mentales. Me contaba y me volvía a contar la misma cosa de maneras diferentes: imaginaba cómo se vería el mundo que iba viviendo, una vez escrito.

Luego todo eso terminó. No sé exactamente cuándo. Sé que un buen día dejé de escribir mentalmente. Y poco después, dejé de escribir por completo. Algo se rompió, o mejor dicho, se interrumpió. "Un bloqueo", lo llaman. No sé si es un bloqueo. Sé cómo se siente que "eso" falte. La pérdida, la tristeza, el dolor.
Me senté con toda mi paciencia a esperar que volviera. Esa picazón inexplicable que sólo escribiendo se puede uno rascar. Esperé que volviera de la misma manera en que se había ido. Pero ya pasaron varios años, y no ha vuelto.

Hace mucho tiempo leí que el Gabo García Márquez dijo algo así como: si puedes vivir sin escribir, entonces no escribas. Es posible que no lo haya leído, sino escuchado. Es posible también que lo haya dicho cualquier otro y mi memoria, para tomárselo en serio, se lo haya atribuido al Gabo. El caso es que yo lo he intentado. No se puede decir que no haya vivido en los últimos cuatro años. Pero no ha pasado un solo día en que no me sienta molesta, inútil, incompleta.

Y esto es lo único que se me ha ocurrido: contar este año, escribirlo. No sé si lograré hacerlo todos los días, tampoco me puedo prometer páginas y páginas diarias. Simplemente escribir. Tantas veces como sea posible, sobre cualquier cosa. Y ver si vuelve la picazón.

Bueno, la idea es esa. Y este es el comienzo.