viernes, 22 de abril de 2011

Abril 22

Hoy es mi cumpleaños. No, no lo escribo para desatar una tormenta de felicitaciones entre los que lleguen a pasar por acá. Lo escribo porque las circunstancias se han encargado de hacerlo un cumpleaños excepcional.

Me explico.

Si alguien repara en la fecha podrá darse cuenta que este año, celebro el día de mi nacimiento al mismo tiempo que el mundo cristiano celebra la semana santa. Cierto que no es la primera vez que sucede. Naciendo en estas fechas uno corre el riesgo de cumplir años en semana santa de tanto en tanto a lo largo de toda la vida. Pero lo que hace a este cumpleaños excepcional, es que cumplo treinta y tres. Justamente hoy, el día en que ¿se celebra? ¿se conmemora? ¿se recuerda? la crucifixión de Jesucristo. El viernes santo del juicio de Pilato, la corona de espinas, el Vía Crucis.

Es una cosa que a muy pocos nos puede suceder: cumplir la edad que tenía Cristo el día en que la mitad del planeta recuerda su muerte. De acuerdo, luego resucitó y ahora vive eternamente, pero no se puede negar que ese día lo mataron.

¿Y qué significa todo esto? Bueno, de significar, puede que signifique absolutamente nada. No corro el riesgo de ser crucificada y mucho menos el día de hoy. Tampoco soy creyente. Ni católica ni protestante. No creo en Dios ni en la Trinidad. Tampoco en Buda o en Alá. Ni siquiera en Zeus. Y eso sí que lo intenté. Un tiempo quise ser politeísta, pero evidentemente la educación es algo que luego te impide hacer ciertas cosas. Y en mi caso, el sufrir una educación rígidamente protestante, me mutiló la capacidad de ser politeísta y en general, de creer en cualquier divinidad. Así de resentida quedé.

Pero ya me desvié.

Cierto que me gustaría más cumplir años el día en que Cortázar terminó de escribir Rayuela, o el día en que a Bukowski lo llamó el primer editor para decirle que le publicaban el primer cuento. Pero entre las tantas cosas que uno no elige en esta vida, está sobre todo, el día en que uno nace.

Y las circunstancias han querido que cumpla treinta y tres años el viernes santo. Y eso de alguna manera, me hace sentir que el día es algo especial. Por su carácter de único e irrepetible y porque yo soy una de esas para las que las cosas únicas e irrepetibles son también valiosísimas. Sobre todo cuando no tienen ninguna utilidad.

En fin.

Buena Pascua, buena procesión, y sobre todo buen descanso a ustedes, los que este viernes santo de crucifixión decidieron dedicarle un par de minutos a la lectura de esta desordenada exposición sobre el día de mi cumpleaños número treinta y tres.


miércoles, 20 de abril de 2011

Del milagro de la lectura

Seguramente ustedes también habrán escuchado alguna vez que el escritor, además de escribir, lee. Como el músico escucha música y el pintor va a exposiciones de pintura. Es parte del placer y también de la disciplina. Pero uno a veces se olvida el efecto que puede llegar a tener un buen libro. Yo me había casi olvidado. Y no es que haya desperdiciado los últimos meses de mi vida leyendo literatura mediocre. No. Los he desperdiciado en el Internet, en la Red que todo lo contiene y todo lo deforma.

Es cierto que de tanto en tanto uno se encuentra con cosas interesantes y bien escritas en la Red (las crónicas y los artículos adictivos de Juan Villoro, por mencionar un ejemplo obvio). Pero sucede raras veces. La mayor parte del tiempo uno termina leyendo cosas malas y sobre todo, mal escritas. Y uno pasa tantas horas frente a la pantalla de la computadora leyendo esas cosas que al final la prosa mediocre termina pareciendo la única factible. Menos mal que existe siempre la posibilidad del asco.

Hace unos cuantos días desperté, desayuné, y a las nueve y media de la mañana, todavía en pijama, me senté frente a la computadora. Nada más poner la mano sobre el mouse y ver la luz de la pantalla y ¡puaj! apareció el asco. Ese defensor y amparador por excelencia.

Entonces me levanté y sin cambiarme el pijama, tomé un libro y me fui a tumbar al sofá. Era un libro de fotografías que compré en Girona la navidad pasada. Tanto las fotos como el texto son sobre México en la vida y en la obra de Roberto Bolaño*. Me despegué del libro varias veces, pero no lo solté hasta que terminé de leerlo. Al día siguiente tomé “El Gran Gatsby” de Fitzgerald (sí, lo acepto y me avergüenzo: no lo había leído) y sucedió más o menos lo mismo.

Entre un libro y otro, leí algunos pasajes de “Más allá del bien y el mal” de Nietzsche. Y de pronto me precipité a la computadora, pero no para perderme en las redes sociales y los artículos insulsos y mal escritos, sino para abrir un archivo empolvado: mi novela. Que es la única novela que he escrito, que no tiene título todavía y que es objeto de vergüenza porque no está escrita como me gustaría que lo estuviera. De golpe y porrazo me encontré reescribiendo las primeras páginas y editando, editando, editando hasta pasada la media noche.

Siempre lo he creído, que leer es el mejor alimento para luego poder escribir. Pero es necesario leer cosas buenas. Es necesaria una prosa inteligente, ideas lúcidas, que tengan sentido y te revelen algo que no habías pensado, que no se te habría podido ocurrir de otra manera. Y sobre todo que no sean la repetición sintáctica de lo que lees en los periódicos o peor, en Internet.

Después de leer/ver/escuchar una obra maestra, dan ganas y hasta urgencia de crear, de confeccionar algo que se acerque (y te acerque) aunque sea un poco, a la belleza.

No sé si esta vez la edición de mi novela me deje satisfecha. No sé si finalmente podré encontrarle un título. Pero quien haya escrito una novela hace siete años, la haya editado cuatro veces, no la haya mostrado más que a su hermana, su madre y su único amigo escritor, que se haya avergonzado de ella leyéndola hace tres años y la haya tenido escondida en el rincón más recóndito de la memoria; podrá entenderme.
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*Por si a alguien le interesa: “El viaje imposible. En México con Roberto Bolaño” Dunia Gras, Leonie Meyer-Kreuler, Fotografías de Siqui Sánchez. Tropo Editores

domingo, 17 de abril de 2011

Escritora bloqueada, agradecida

Un querido amigo, fotógrafo y publicista, me dijo hace un par de meses en un ¿tweet se llaman? que para estar bloqueada estaba escribiendo bastante.

Todavía me sigo tomando como mensajes personales los mensajes del twitter porque recién hace dos meses que caí en sus redes, cual infante sometido por las ondas epilépticas del Picachú (qué anacrónico que suena una cuando dice cosas como: Picachú) ante la intriga de ¿qué carajos será el twitter y porqué todo el mundo lo usa?

Pero volviendo al comentario de mi amigo, escribo más o menos seguido porque esa fue la intención con la que comencé este blog: escribir sobre cualquier cosa y esperar a ver si ocurre el milagro. El milagro en este caso es que se me vuelva a ocurrir un argumento y la estructura para escribir un cuento. Porque eso era yo: era cuentista, o relatista o cronista de las nimiedades de la vida. Escribía piezas escritas que tenían un principio y un final, un argumento, una historia.

Lo que escribo acá son pedazos de pensamientos, a veces sin un inicio definido y la mayoría de ellas, sin un final claro. Más que un ejercicio estilístico, es una prueba. Claro, podrán pensar algunos, si querías escribir sobre cualquier cagada porqué mejor no te compraste un cuaderno en lugar de abrir un blog. Es cierto. Es una solución más decorosa. De hecho lo hice también. Pero me descubrí (no, no es cierto: me confirmé) una inconstante. En dos años, mi cuaderno apenas se llenó de apuntes, de esbozos de ideas, de frases tomadas al vuelo. No sé quiénes me lo puedan entender, pero saber que lo que escribo acá luego será leído, por ejemplo, por mi amigo publicista, o por mi hermana o por dos o tres personas más, me alienta a intentar garabatear con cierta compostura, un par de frases. A respetar las reglas ortográficas y las gramaticales. Si bien no a cultivarla, al menos a no perder por completo la capacidad de ver algunas cosas a través de la palabra escrita.

Este blog es mi cuarto de rehabilitación.

Hace seis años me atropelló un auto y me rompió los ligamentos del pie derecho. Estuve un tiempo con un yeso y cuando me lo quitaron tenía que meter el pie en agua caliente y moverlo hacia arriba, hacia abajo, hacer círculos, hacer punta. Y luego hacer rodar por la planta del pie una pelota de esponja, apretarla, soltarla, volverla a hacer rodar. Todos los días. Por la mañana y por la noche. Y usar muletas, y luego un bastón. Fue tonto y largo y engorroso, pero pasados unos cuantos meses, volví a caminar como antes del auto.

Bueno, eso es lo que hago acá, ejercicios de rehabilitación. Escribo sobre esto, sobre aquello. A veces me alargo, otras logro apenas un par de párrafos –que no párrafos bien logrados. Pero escribo.

Agradezco a los que pasan por acá, porque la esperanza de su retorno me alienta a seguir picando teclas. Y agradezco también a los que no han pasado nunca. La esperanza de que un día lo hagan, es también por la que sigo “colgando entradas” acá. Entradas que dicen: pase, mire, acomódese, siéntase cómodo, quédese un par de minutos; por favor.

jueves, 7 de abril de 2011

Divagación sobre el estrés

Leyendo, hablando con gente, yendo a consultorios médicos, viviendo; he llegado a pensar que en realidad el estrés no es un padecimiento del todo absurdo.

Hace un par de años, M se hizo una contractura en el hombro y el fisioterapeuta al que fue a ver le dijo que era estrés. Alguna vez, hace muchos más años, a mí me dio un tremendo dolor de encías y el dentista me dijo que era por el estrés.

¿Qué lo hace a uno llegar a tal punto? ¿Qué te empuja a romper con la armonía natural del cuerpo? Las causas del estrés son siempre absurdas, eso sí. Y casi siempre están ligadas a esa medular parte de nuestra vida que es nuestro ser laboral.

Prácticamente desde que nacemos, nos cuentan que en el medio del desierto árido e inhóspito que es la vida cotidiana, existe un oasis. Un paraíso que es la más pura de las realidades: el éxito. Incluso nos hacen verlo. Ponen carteles en las calles, imágenes en la televisión, fotografías en las revistas, escriben artículos y libros y dan conferencias sobre cómo se ve el éxito.

Persiguiendo el sueño de ese paraíso de perfección, es que nos estresamos: tengo que comprarme ese auto, tengo que tener esas botas y esa bolsa, tengo que cambiarme a una casa más grande, tengo que meter a mis hijos a la escuela trilingüe donde van todos los que en el futuro serán alguien, tengo que liposuccionarme estos rollos de grasa de la barriga y alzarme cinco centímetros las nalgas y alisarme las arrugas de la frente. Quiero más, debo hacer más, quiero hacer más. Y entonces ¡pam! La válvula salta. Y duelen cosas, y el ritmo cardiaco baja o sube y se irritan los riñones y el estómago, y se contracturan los músculos y no se tiene tranquilidad mental. Y muchas veces el médico que te diagnosticó estrés, te prescribe reposo y/o calmantes.

Curioso que lo que el estrés haga sea boicotear la actividad que uno está convencido que es imprescindible hacer sin descanso y que es la que lo ha llevado a uno a estresarse.

Porque por otro lado (o por el mismo) siempre tenemos esa otra idea en la mente: asegurarnos el porvenir, asegurarnos un porvenir maravilloso, sin las preocupaciones y los cientos de problemas que tenemos hoy. Pero el porvenir está siempre por llegar. Y mientras lo esperamos; el devenir, el que llega puntual todos los días, se hace gastritis, dolores de cabeza, contracturas musculares, ardor de encías.

Es difícil salir de ese círculo de mierda. Parar a ese perro enloquecido que se persigue la cola. Y es posible que por eso el cuerpo haya inventado el estrés. Para hacernos frenar al menos un poco. Para obligar a ese perro frenético a contenerse aunque sea un rato.

En una sola frase y con verdadera lucidez, escribió Nietzsche:
“El hombre enfermo llega a enterarse de que por lo común lo está por causa de su propio empleo, de sus negocios o de su sociedad, y que por ellas ha perdido todo conocimiento razonado de sí mismo: gana esa sabiduría en el ocio a que le obliga su enfermedad”.