miércoles, 8 de junio de 2011

Miércoles del baúl de la abuela...

De mayo del 2008:

Se vino encima la medianoche. Ha terminado el primer día en la nueva casa. Que por ahora es un lugar vacío, blanco. Frío.
Llovió toda la tarde. Cuando aflojó un poco, M salió a comprar pan y fiambres. La estufa todavía no está conectada al gas y no podemos cocinar. Y yo me dejé el calor allá en el Benito Juárez.
Entre la fatiga del jet lag y esa por querer entender dónde estoy, dormí casi todo el día. Después de todo pasé dos noches durmiendo a penas.

La madrugada del martes volamos hacia Toronto. Poquísimo. Apenas cinco horas y ya estábamos aterrizando. Toronto fue fría y triste. Con sus adolescentes de pelo teñido de colores y ropas vistosas. Con chicas en sandalias aunque la temperatura no llegaba a los quince grados. Con su CN Tower de elevadores y restaurante giratorio y quinientos cincuenta y tantos metros ¿para qué? Comimos un hot dog en la entrada del metro y volvimos al aeropuerto cuatro horas antes de que partiera el segundo vuelo. Otra vez estaba lleno y otra vez nos tocó sentarnos junto a los baños. Después de cenar apagaron las luces y pudimos dormir un poco. No lo suficiente. Sentado y con el aire acondicionado al máximo, en algún momento, siempre, te despiertas. Cuando sirvieron el desayuno, ya estaba exhausta.

En Roma todavía no entendía nada. Todo parecía un lindo viaje de esos que hasta entonces hacíamos a cada rato. De Roma nos separaban todavía seis horas de tren hasta Turín. Dormí la mitad del viaje más incómoda y más helada que en los aviones. Luego no pude dormir más. Tomé “Las venas abiertas de América Latina” de Galeano y apenas con las primeras líneas empecé a sentirme de verdad lejos. Lejos de lo mío. Y empecé a escuchar a M hablando al celular. A hablar de una manera tan diversa de como me habla a mí. Entendí que él estaba volviendo a casa. Y yo había dejado la mía.

Entrar en la lectura era cálido. Salir y sentir mi cuerpo ocupando aquel asiento en el tren, era aterrador. Pero no tanto como llegar por fin a Turín. Nunca me sentí más ajena, más lejos, más a la deriva. Nunca antes me había preguntado, apenas llegar a un lugar ¿y yo qué carajos estoy haciendo aquí? ¿porqué me fui de mi casa, de mi familia, de mi idioma, de lo mío? Anoche no me pude responder. Hoy tampoco. No sé si algún día de verdad pueda.

martes, 7 de junio de 2011

Un tanque séptico

“La organización de cualquier burocracia se parece mucho a un tanque séptico.
Los trozos mas grandes, siempre suben a la superficie.”
Ley de Imhoff. De Las leyes de Murphy


Ayer pasé la mitad de la mañana en uno de los tantos agujeros kafkianos de esta ciudad: el equivalente al Registro Civil. Anagrafe, se llama.

De las cinco ventanillas existentes, sólo tres atendían. Aquello estaba que reventaba. Como domingo de tianguis. Como el metro Pino Suárez en hora pico. La gente estaba enojada y gritaba y se quejaba y los burócratas detrás de los cristales les contestaban más enojados todavía, gritando más y tratando a todo el mundo como si fueran ratas, menos que ratas.

Una señora, con el pelo blanco y cargada de arrugas, se acercó a una ventanilla y empezó a explicar que le habían robado el documento de identidad. Llevaba el papel de la denuncia de pérdida pero no a los dos testigos y qué sé yo tanta cosa que le pedían para hacerle otra. Fue suficiente para que el triceratops peludo empezara a gritarle y a regañarla y a sermonearla no sé para qué, si después de todo terminó dándole a la anciana el nuevo pedazo de cartón rosado con un sello y una fotografía fijada con dos estoperoles dorados.

El triceratops peludo es una señora que trabaja en esa oficina desde que yo llegué acá. Como todos los otros empleados, claro; si no es por un puesto vitalicio ¿para qué quiere uno trabajar para el Estado? El triceratops peludo puede que sea la mujer más fea que he visto en mi vida. Es seguramente la más masculina. Tiene una voz de barítono, las mandíbulas más anchas que la frente, es calva, con una espalda de ropero. Y tiene un bigote y una barba entrecanos, de pelos largos y espesos.

Me acuerdo una vez que fui a la oficina y por obra de un milagro, había poca gente. El triceratops llamó a un tipo que nunca he entendido a qué se dedica. Un tipo alto y gordo. Fofo como un globo relleno de crema para manos, que en lugar de caminar, se arrastra y hace chascar sus zapatos como lo haría un gusano enorme con una suela de plástico pegada a la barriga. La cosa es que el triceratops lo llamó, le dio una moneda de un euro y con su vozarrón lo mandó a comprarle una revista con la programación televisiva de la semana. Cuando el gordo terminó de arrastrar su cuerpo fláccido fuera de la oficina, el triceratops con barba nos enteró a todos (aunque se lo decía sólo a la persona que estaba atendiendo) que lo mandaba porque a él le gustaba ir a comprar la revistita aquella, que así podía hacer algo útil.

Mi imaginación no se fue detrás del gordo, se quedó con la de la barba. La vi en una casa oscura, con olor a humedad y a orina seca. Rodeada de pilas de recipientes plásticos vacíos, de revistas y volantes publicitarios viejos; de envolturas, cintas y papel de regalo doblados y vueltos a doblar. Vi todas esas cosas llenado hasta el tope estanterías y cajones de muebles apolillados, cubiertos de marcas redondas de vasos de vino y tazas de café de todos sus ascendientes muertos. La vi tirada en un sillón con los resortes rotos, la funda remendada y grasienta. Comiendo un plato de pasta y manchándose los pelos de la barba y la camisa con la salsa de tomate. Con el control remoto en su lugarcito especial, siempre al alcance de la mano. Su cuerpo a un metro y medio de la pantalla del televisor. La pantalla y la bombilla empolvada de una lámpara sucia como únicas fuentes de luz en aquella cueva oscura donde casi nunca se alzan las persianas. Un lugar común en el cine y en la literatura, sí. Pero que te sigue poniendo los pelos de punta. Válgame.

La cosa es que el tiempo pasado en el Anagrafe me dio para recordar eso, para escribirlo, para leer dos capítulos de mi libro, para terminar de escribir una carta. Y al final una burócrata sin barba me atendió y me despachó en menos de un minuto. Porque el trámite que pretendía hacer no era posible ahí, no. Normalmente hay que esperar tres horas para que una de las de la ventanilla te diga si lo que pretendes se tramita allí o en otra oficina. Porque el que atiende la mesa de informaciones es un señor con Síndrome de Down.
Pero esa es otra historia.


miércoles, 1 de junio de 2011

Cero y van...

- ¿Quieres acaso perder el proceso? ¿Sabes lo que eso significa?
Franz Kafka, “El proceso”

Desde que tengo memoria, detesto levantarme temprano. Temprano quiere decir a la hora en que suena el despertador y no a la hora en que mi cuerpo decide que ya ha sido suficiente y me tira de la cama. Hoy tuve que levantarme con el despertador. Finalmente se cumplió el plazo de espera y podía ingresar los papeles para el trámite de la ciudadanía italiana.
Me lo tomé con calma.
Sobre todo porque desde ayer se desató otro de los usuales diluvios turinenes y con la lluvia, ya se sabe, las ganas de ir a hacer un trámite burocrático (que de por sí son pocas) disminuyen considerablemente.
A eso de las once estaba en la Prefectura. La joven burócrata de la vez anterior me había dado un papelito donde decía que estaba eximida de hacer la cola. Entré a la oficina y ella no me reconoció, pero reconoció su propia caligrafía en el papelito que le mostré. Muy amablemente me hizo pasar a la oficina de los otros burócratas, los que detrás de su puerta de vidrio esmerilado se encargan de hacer el trámite y están a salvo de dar informaciones.
- Esta señora vino hace tiempo y el 28 de mayo cumplió dos años de residencia en Turín. Ya revisé sus papeles y está todo en orden – le dijo a uno de los tres que ocupaban sendos escritorios con una computadora vieja y cubiertos por pilas de papeles.
El tipo me dijo que me sentara y luego dijo a ver qué tenemos aquí. Le pasé el fólder con todos los documentos. Empezó a separarlos con gesto de nada.
- La señorita me dijo que no los moviera, que ya estaba todo en orden – me excusé.
Porque sentía que debía excusarme. Cuando estoy delante del escritorio de un burócrata, no hay modo. Me siento siempre como si tuviera diez años y estuviera delante del escritorio del director de la primaria.
El tipo, sin cambiar el gesto o mover la mirada de mis documentos dijo mmm-mm.
Los pasó y los repasó. Los reordenó. Y entonces salió el peine. El jodido peine de siempre.
- ¡Ah! Pero este documento es viejo, es del dos mil ocho –dijo acercándome el certificado de matrimonio.
- Claro que es del dos mil ocho. Ese fue el año en que me casé.
- Sí, señora, pero estos documentos tienen validez por seis meses nada más.
El sudor. Otra vez y a pesar de los once grados y la humedad helada, por la espalda me corrieron lenguas de sudor caliente.
- ¿Cómo por seis meses? ¿Y por qué nadie me lo dijo? Es la cuarta vez que vengo a esta oficina. Desde febrero que doy vueltas…
- Sí, señora, lo sé –dijo el tipo que ¿cómo hacía para saberlo?– Pero es así.
- Si usted acaba de escuchar que la señorita me revisó hace semanas los documentos y me dijo que estaba todo en orden…
- Eh, lo sé –repitió–. Pero en Italia los certificados tienen validez sólo por seis meses.
La sangre se me agolpó en las venas de las sienes. Lo pude sentir. Un latido intenso y audible.
- ¿O sea que tengo que ir a Milán a pedirlo de nuevo?– dije.
- Quizá no sea necesario. Revise por Internet a ver si quizá se puede hacer el trámite sin que tenga que ir hasta allá. En Turín se pude hacer, así que imagino que quizás un ayuntamiento como Milán, que es tan…
¿Y a mí qué me importaba si Milán era tan o menos? El tipo me entregó el fólder con mis documentos dentro.
- ¿Ya revisó bien? –le pregunté sin recibir el legajo- ¿Está seguro que es lo único que falta?
- Sí, señora. Los demás certificados están en orden.
- ¿También el acta de nacimiento? ¿Esa es válida todavía?
- Sí, señora –dijo con una media sonrisa-. Esa es siempre válida porque uno nace sólo una vez.
- Yo qué voy a saber. Yo me he casado una sola vez también y a ustedes no les dice nada.
- ¡Uy, señora! Es que en tres años una persona se puede casar hasta tres veces.
- Claro, tiene mucho sentido.
Me levanté. Tomé mi fólder y lo guardé en la mochila.
- Nada más no deje pasar mucho tiempo y después resulte que se le venzan los otros documentos –me dijo.
- ¡Ah! Eso dependerá del ayuntamiento de Milán, tan... Que seguramente estarán ya de puente.
- No, señora –dijo ofendido o haciéndose tal– Para el ayuntamiento las vacaciones son sólo en julio y agosto. Ojalá y tuviéramos puentes. En el ayuntamiento trabajamos siempre.
- En esta oficina trabajan sólo nueve horas a la semana…
- Beh…
- Y si quiere saberlo, en abril, para pedir los certificados en el Registro Civil del distrito en el que vivo, tuve que esperar casi una semana, porque se fueron de puente desde un miércoles por la tarde hasta el lunes siguiente.
- Se me hace muy raro, señora – dijo alzando una ceja.
- Sí, a mí también se me hace muy raro.
Salí de allí con la intención de preguntarle a la joven burócrata por qué carajos me había dicho que estaba todo en orden. Por qué no me había dicho que el certificado de matrimonio vale sólo seis meses. Porque con esa simple observación, estas semanas de espera las hubiera podido usar para ir a Milán, a hacer colas, a que me rechazaran papeles, a que me cobraran timbres y en fin, a sacar el mentado certificado actualizado. ¿O a ella tampoco se lo había dicho nadie?
Pero la tipa ya no estaba, claro. Tampoco estaba mi paraguas, por cierto. Lo olvidé apoyado en el piso en la sala de espera y a alguien le vino cómodo llevárselo. Afuera seguía lloviendo.