lunes, 18 de julio de 2011

Cosas de la Torre de Babel

Hace un par de años estaba hablando con la novia de un amigo de M. Le contaba algunas cosas sobre un viaje que hice por Brasil hace una eternidad, y en algún momento mencioné Pipa. Lo debí haber pronunciado mal, seguramente. No tengo el paladar acostumbrado a las dobles consonantes y siempre pongo de más o de menos, a discreción. Apenas escuchó el nombre, la chica en cuestión me preguntó:
– Pippa?! Con la doppia?!
Y yo dije no, con una pe nomás y entonces ella pareció perder por completo el interés en aquel lugar maravilloso con extensas playas turquesas, donde se podía andar descalzo por las callecitas de arena, donde había bares y restaurantes que servían cócteles y platos deliciosos, donde había un centro cultural que alquilaba libros en cualquier idioma. Y principalmente donde nadé con delfines por primera y única vez en mi vida, sin tener que pagar una cantidad absurda de dinero y sin tener que meterme chalecos salvavidas ni equipos especiales de ningún tipo.

Me sentí hasta ofendida. Cosa que no es extraña. Yo soy una persona que se ofende con una facilidad que a veces me sorprende hasta a mí misma.

La cosa es que me quedó el recuerdo de aquel gutural Pippa?! Con la doppia?!, y ahora que no termina de pasar la fiebre por la hermana de la Middleton, me acordé y me puse el corazón en paz. De hecho, cada que veo el nombre de la tipa inglesa con el trasero a la JLo, me vienen un poco ganas de reír. Pippa, en lenguaje coloquial y poco refinado italiano, quiere decir masturbación al órgano sexual masculino. Cosas de la Torre de Babel.


viernes, 15 de julio de 2011

A propósito de Volpi

En estos días terminé de leer Buscando a Klingsor de Jorge Volpi. Fue mi primera experiencia con él y a ratos fue grato y a ratos interesante y a ratos una especie de dolor de huevos. En 554 páginas (en la colección de Esenciales de Planeta/Harper Collins) es difícil que una novela no se vuelva un poco repetitiva, que no canse. A no ser que la haya escrito Dostoyevsky, pero estamos hablando de planetas distantísimos.

La cosa es que al devolver el libro a la biblioteca, aquel nombre me miraba desde la portada y de pronto lo recordé. Que hace unos años conocí a un tipo que decía ser su hermano menor. No recuerdo su nombre de pila porque todos lo llamábamos Volpi. Y creo que todos más o menos le creíamos que era hermano de Jorge, el famoso escritor. En ese tiempo yo vivía en Mazunte en un ambiente en que si tú decías que te llamabas María Félix, todos te creían, nadie suponía que te estuvieras pirateando un nombre y sobre todo, ninguno pensaba en la María Bonita de Agustín Lara. La gente no iba ahí para andarse fijando en los nombres. Mucho menos en los de los escritores del efímero Crack. Si alguien hubiera fundado un grupo de escritores que se llamara Opio o Heroína o sobre todo Mota, aunque hubiese sido un grupo que durara una semana, en Mazunte habría encontrado a un grupo de lectores devotos.
Como sea.

La cosa es que en aquellos tiempos mi hermana también vivía en Mazunte. Mi hermana es pintora, hizo una exposición y fue así que conocimos a Volpi. Era chilango y estaba ahí con su perro pastor alemán y un coche negro medio destartalado. Se había instalado en una casa alquilada a la que por supuesto, nos invitó a ir cuando quisiéramos. Habrá tardado cosa de dos minutos en contarnos que él también era artista: artista visual, y hermano del famoso Jorge. No tenía la pinta de nerd del escritor. No se parecía en nada. Pero bueno.

Un día, Volpi subió hasta el hotel/restorán en el que yo trabajaba/vivía. Traía un cuaderno de esos de dibujo y venía acompañado por su enorme mascota de pelambre anaranjado. Andaba buscando a mi hermana, me dijo. Quería proponerle un proyecto. Le dije que sería imposible porque para entonces mi hermana ya estaba de vuelta en el D.F. Entonces se le ocurrió que me lo podía proponer a mí y se sentó. Yo le invité una cerveza y él abrió su cuaderno y empezó a mostrarme dibujos, ya no recuerdo de qué. Y empezó a hablar. Lo hizo por tres horas. Y no logré enterarme de qué me decía. Creo que quería hacer un video, o un performance o las dos cosas juntas. Mientras lo veía sentado frente a mí, moviendo la boca como si le fuera la vida en ello, me preguntaba cómo podía no darse cuenta que no le estaba entendiendo nada y que yo no era artista de nada.

Luego de la primera hora, me empezó a preocupar que el tipo se bebiera una cerveza tras otra. ¿Pensará que son todas cortesía de la casa? ¿Irá a pagarme al menos la mitad? ¿Se dará cuenta que este lugar no es mío y que luego tengo que ir a comprar las cervezas para reponer todas las que se está bebiendo? ¿Irá a darme al menos el monto de lo que cuestan en la tienda? Pero Volpi no se enteraba de nada. Con su enorme perro anaranjado echado a sus pies, continuaba hablando. Para la segunda hora yo ya estaba medio borracha y Volpi se había terminado sus cigarros y empezó a fumarse los míos. La tercera hora fue insufrible. Yo lo miraba directamente a los ojos y repetía en mi cabeza ¡Cállate! ¡Cállate de una buena vez! ¡Deja de tomar cerveza y cállate! En algún momento se calló, claro. Seguramente no gracias a mis mensajes telepáticos. Quizás se haya cansado de oír su propia voz que, debajo de una palapa, no tenía siquiera dónde retumbar. Me preguntó si estaba interesada en participar en su proyecto y yo le dije que sí, por supuesto, que apenas empezara, me lo hiciera saber. Y con el alivio de verlo irse y el retorno del silencio, ni siquiera se me ocurrió insinuarle lo del costo de las cervezas. Una nimiedad en la que él ni siquiera había reparado.

Pues eso. Nada especial. Que pensar que si ese era de verdad el hermano de Jorge Volpi, aquella tarde ha sido lo más cerca que he estado de la farándula intelectual mexicana.


martes, 12 de julio de 2011

Panino italiano Vs Torta mexicana



Cuando una se encuentra con otros extranjeros, sobre todo con los compatriotas, en algún momento termina hablando del shock cultural que provoca llegar a vivir a un país completamente distinto al propio. En el caso nuestro, a Italia. O lo que es lo mismo, de todo lo que extrañamos, de cómo de estas cosas no hay acá y las pocas que hay, resulta que son mejores allá.

Para aquellos que tienen mejor capacidad de adaptación (los más fuertes si nos ponemos darwinianos) esto puede sonar ridículo. Para los que nunca se han arrancado de un lugar para ir a plantar las raíces en otro lado del continente o del mundo, también. Pero quizás muchos hayan sentido la familiar sensación de encontrarse perpetuamente fuera de lugar. Eso al menos, nos pasa en mayor o menor grado a los expatriados.

Hoy recordaba un tema en específico: los sándwiches, las tortas. O como se llaman acá: i panini.

Me acuerdo de mi primer encuentro cercano con un panino. M y yo comenzábamos nuestro primer viaje juntos por sus tierras y nos paramos en una estación de servicio. Yo no conocía más de diez palabras en italiano y el menú escrito en una pizarra me decía lo mismo que si hubiera estado escrito en sánscrito. Así que confié en M para que pidiera por mí. Cuando dijo: jamón crudo y mozzarella, imaginé algo delicioso. Pero lo que me entregaron fue un pedazo de baguette con un trozo de mozarella y unas laminas de jamón. No había nada más. No exagero al decir que al comerlo sentí que estaba masticando una esponja salada. El pan apenas si había sido calentado. No había mayonesa ni mostaza ni mantequilla. Del aguacate, el jitomate, la lechuga y la cebolla ni hablemos. Era una cosa insipidísima. Y M acababa de decir que estaba buenísimo.

No pude evitar preguntarle porqué no le ponían alguna cosita más para avivarle el sabor y él me dijo que claro que se lo ponían si uno lo pedía. Mayonesa o mostaza. En algunos lugares, podías incluso pedir que te pusieran las dos cosas. Pero llegaba hasta ahí. Sí, no vayas a pensar que acá puedes ir a algún lugar y pedir una torta cubana; me dijo un poco ofendido y un poco intentando hacerme entrar en razón.

Hace unas semanas, estuvo de visita una querida amiga mexicana. La llevé a conocer la iglesia que está puesta en un cerro y que tiene una visión panorámica de la ciudad. Y allá arriba se pidió un panino de salame. Cuál no fue su sorpresa al ver que dentro de su bolillo duro, había lonchas de salame y nada más.

Luego de unos meses o unos años, uno se acostumbra, claro. Con el tiempo, uno se acostumbra casi a todo. Pero hay que comer muchos de esos panes rellenos sólo por un queso y/o un embutido. Y aunque una se acostumbre, siempre hay un día en que a una se le hace agua la boca al recordar esos bolillos o teleras o baguettes llenos de ingredientes que saltan a la primer mordida, que se te escurren por los dedos, que te hacen un festín en la boca.

Y no es que un pan con algo dentro esté mal. Es que ya es sabido que los mexicanos tenemos activadas en la boca muchas más papilas gustativas que el resto de los mortales. Muchas más.


viernes, 1 de julio de 2011

La nostalgia de las azoteas


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Foto: Thania Z, 2009

Una de las primeras cosas que me llamó la atención cuando llegué a Turín, fue que no existen las azoteas. ¿Y dónde cuelgan la ropa?, me preguntó mi hermana cuando se lo conté.

Es que para nosotros los chilangos, es inadmisible pensar en un edificio sin su espacio allá arriba para los lavaderos de piedra, las antenas de la tele, los tanques de gas, los tinacos del agua y por supuesto, las jaulas o ya de perdida los mecates para colgar la ropa recién lavada. O la colada, si queremos ser más peninsulares.

Ese lugarcito que hace también las veces de bodega o de trastero. Allá arriba es donde dejamos olvidados los triques que ya no usamos, que estorban en la casa pero que por alguna especie de consideración o apego casi absurdo, no nos atrevemos a botar. Es como un limbo entre la vida útil de las cosas y su consecuente metamorfosis en basura: las colchas medio todavía buenas medio ya rotas; las llantas ponchadas, parchadas y vueltas a ponchar; los balones ponchados; los triciclos de la infancia; las sillas con tres o dos patas; los espejos rotos; las muñecas sin pelo, sin ropa, sin un ojo. Y las plantas aguantadoras, por supuesto. Esas que no se mueren ni con el solazo ni con una granizada, posibilidades siempre latentes en la ciudad de México en cualquier estación del año.

Pues acá no hay azoteas. Y los triques que no se usan pero aún no se tiran, se guardan normalmente en una cuarto en la planta baja o en un sótano que se llama cantina, como se llamaba cuando se empezó a usar para guardar las barricas de vino y luego los salames, los jamones, el agua y todos esos productos que necesitan de clima fresco, húmedo y oscuro.

¿Y dónde se tiende? volviendo a la pregunta de mi hermana. Pues donde se puede. En los meses de sol y calor, en unos lazos puestos ex profeso en las barandillas de los balcones. Cuando hace frío, llueve o nieva o todo eso junto, se tiende dentro de casa. En tendederos portátiles y plegables que se abren como mesas de picnic con dos o más rejillas a uno y otro lado. O en tendederos que se fijan a la pared y que normalmente se ponen a unos metros sobre la bañera que suele ser el lugar siempre libre en las casas chicas.

Esta no es una ciudad grande y los edificios no son tan altos, sobre todo en el centro. Nada de rascacielos ni torres más grandes del país. Y como la chilanga que soy, a veces me da por suspirar y pensar: pobre Turín, con tanto cielo ¡y ninguna azotea!