jueves, 29 de septiembre de 2011

Crónica de un vía crucis aéreo I

El despertador sonó a las cinco de la mañana. Levantarse de madrugada debe ser una de las cosas que más detesto en el mundo, luego de la leche y el pescado en filete. Pero esta vez valía la pena, porque me iba a tomar un avión para ir de visita a la patria.

M me llevó con el coche hasta el aeropuerto. Me llevó la maleta y me pidió que no me enojara cuando la señora del traje azul marino en el check-in me preguntó si estaba entendiendo. Me fastidia cuando me preguntan si entiendo, si estoy entendiendo, si he entendido. Me hacen sentir idiota. O peor: que ellos me consideran idiota. Pero eso pasó rápido. Luego de unos cuantos arrumacos, M se fue a trabajar y yo a la sala de embarque.

Primero la puerta tres, luego el autobús y después nos acomodaron en un armatoste alado con las dimensiones de un camión de carga. Catorce filas, cuatro asientos por fila. Un calor bochornoso dentro. Cuando ya algunos empezábamos a preguntarnos como haría aquel cacharro para alzarse en el aire, empezaron los ruidos raros. Un sonido sordo y metálico que ora se encendía, ora se apagaba. Así por veinte minutos. Oficialmente, estábamos ya en retardo. Hasta que luego de otra tanda de ruidos, se escuchó la voz del capitán que decía que había una avería en el avión, nada grave, pero que nos bajaban a todos para intentar repararla.

De nuevo el autobús, luego las escaleras, después la puerta siete. Y una escala para comer al menos un croissant porque eran ya las ocho y media y yo tenía sólo un yogurt en la panza.

Cuando volví a la puerta siete, habían anunciado que el vuelo había sido cancelado. Que tomen estos papelitos, que ahora vamos por sus maletas y luego vamos a ver si les encontramos lugar en otro vuelo. El trámite desde ahí hasta el mostrador donde nos encontrarían otro vuelo llevó cosa de media hora. Encontrar vuelos ya fue una empresa titánica. Dos cuerpos delante del mío estaba un tipo que debía ir a Dallas. La señorita del uniforme azul marino se tardó una hora en lograr encontrarle una manera de llegar a su destino. Mientras tanto abrieron otro mostrador y como sucede siempre, se formó en seguida una desordenada fila donde los primeros lugares estaban ocupados por aquellos que estaban hasta el final de la fila original.

Bueno. Lo importante es que logren ponernos a todos en aviones que no estén rotos y hoy, si es posible, como decía la señora uniformada y de anteojos que se paseaba entre todos los cuerpos enfadados y nos explicaba que el papelito que nos había dado era para pedir un desayuno gratis en el restaurante de allá arriba, una vez que nos hubieran arreglado nuestro problema.

Eran ya las diez pasadas cuando logré llegar hasta la del uniforme en el mostrador. Recibió mi código de reservación y metió la cabeza en su computadora. ¿Tiene visa para ir a Estados Unidos? No, no tengo. Esta cosa de las visas para poder pisar un aeropuerto se revela cada día más imbécil. Luego de un rato y sin levantar la vista del monitor, me dijo que lo lamento señora, pero no hay vuelos disponibles hoy. Lo único que le puedo ofrecer es un vuelo mañana a la misma hora. No había mucho que discutir, porque cómo lograba yo que me pusieran en un avión hoy, como teníamos previsto yo y mi familia allá en México. Dije que de acuerdo, que lo tomaba, pero quedaba un pequeño pendiente. Por razones que no estoy acá para detallar, no podía cargar los 20 kilos de la maleta, subirlos a un autobús y volver a Turín como si nada. Sobre todo, no podía actuar como si nada considerando que yo a esa hora debía estar en Barajas, no en Caselle y la responsabilidad de mi actual situación geográfica no era mía, sino de Iberia. Así que yo me vuelvo a mi casa, le dije a la uniformada, y ustedes me pagan el taxi que me lleve hasta allá.
– Uy señora, pero lamentablemente no es responsabilidad del aeropuerto, sino de Iberia, y visto que Iberia no está representado en este aeropuerto, yo no puedo hacer nada. Lo que le recomiendo es que tome el taxi, que pida un recibo y que mañana en Madrid vaya a un mostrador y se informe del procedimiento a seguir.
¿Del procedimiento?
– Y sí, lo que le recomiendo es que vea si allí le pueden rembolsar el costo del taxi. Por lo que tengo entendido, no es una cosa inmediata. Por eso le digo que vaya directamente con ellos y se informe de cuántos días tarda un reembolso y, a punto, saber cuál es el procedimiento. Yo le digo que en su lugar, haría lo mismo, pero lamentablemente yo no la puedo ayudar. El siguiente, por favor.
De nuevo estaba frente a esa familiar puerta, donde las opciones se reducen a dos: pasar por ahí y llegar a donde ya sabes que no quieres; o quedarte parado donde estás, que tampoco quieres. Ninguna posibilidad de replantear, de discutir, de encontrar una tercera vía. Ni siquiera un atorrante con pañuelito rojo y amarillo a quien poder gritarle y mentarle la madre un par de veces. Nadie que se haga cargo, que diga es cierto, tiene razón al estar enojada porque esto de que se haya roto el avión con ustedes ahí arriba, hay que ver. Ni siquiera una disculpa. Que sí, una disculpa muchas veces sirve para puta sea la cosa; pero ni siquiera eso, porque “el aeropuerto no es responsable ¿entiende, señora?”

Así que al taxi, entonces. Y a la angustia de un taxímetro que fuera de Turín aumenta diez centavos cada cuatro segundos y dentro de Turín cada quince. Treinta y cinco euros hasta la puerta de casa. Y otro intento. Una llamada a las oficinas de Iberia en Italia, donde además de grabarte las puteadas que lanzas, te cobran dieciséis centavos el minuto. Me atendió una voz femenina y le conté lo mío.
– Lo que debe hacer, doña Thania, es poner su queja por escrito en iberia punto com.
Que no es queja, le dije. Lo que yo quiero saber es qué debo hacer para que me reembolsen el dinero que gasté por culpa de su avión que se rompió y su jodido vuelo cancelado.
– Ya, doña Thania. Lo que debe hacer es poner su queja en iberia punto com.
– ¿No hay otra forma? ¿No puedo hablar con nadie? ¿Con alguien vivo?
– Una vez que haya puesto su queja, doña Thania, se evalúa y se le informa si es posible el reembolso que solicita.
– ¿O sea que ni siquiera me queda la opción de acercarme a un mostrador mañana en Barajas?
– Si desea puede hacerlo, doña Thania. Puede poner su queja en iberia punto com y mañana ir a un mostrador para ver si alguien puede ayudarla.
Le dije que no le daba las gracias porque además de la incómoda sensación de recibir tratamiento de doña, hablar con ella me había servido para puta sea la cosa. Cierto, no era culpa de la señorita. Nunca es culpa de la señorita del teléfono, ni de la señorita de la puerta, ni de la del mostrador, ni del señor del traje, ni del otro del sombrero, mucho menos del de las solapas grandes. No. Nunca es culpa de nadie y uno debe tratar bien a todos porque son seres humanos que sólo hacen su trabajo.

Pues hoy no se me da la gana. Y me uno al señor que con los cachetes rojos de ira lanzó un: Devono morire tutti, questi di Iberia! Así al menos, podríamos estar seguros que el responsable, de existir, finalmente sería ajusticiado.


sábado, 24 de septiembre de 2011

Intento de micro ficción a las dos cuarenta pe eme

Hay un enigma que atormenta las mentes de los varones de nuestra especie. En cada esquina, en cada semáforo en rojo, en los cafés, caminando por las calles, en los elevadores, en las paradas de autobuses, en los vagones de tren, en los del metro, por doquier; se les puede ver concentrados, preocupados, absortos. Buscando afanosamente, con ansia, con desesperación. La respuesta yace en lo más profundo de sus fosas nasales. Su descubrimiento los tiene obsesionados. Y su revelación los redimirá.


jueves, 22 de septiembre de 2011

Diálogo de gastronomia

En Italia, una gastronomia es un negocio donde venden especialidades gastronómicas. No, no es como una fonda. La comida está en vitrinas y cuesta como si la hubiera cocinado Julia Child hace treinta años y la hubiera dejado guardada en una cápsula del tiempo.

A veces, cuando M no viene a almorzar y el sólo hecho de pensar en encender la estufa me parece una condena inquisitoria, voy a una gastronomia a comprar algo ya cocinado. Como hoy.

– Buenos días.
– Buenos días. Quisiera doscientos gramos de esos ravioles rellenos de calabacín, rúcula y ricotta.
– ¿Algo más?
– No, sólo eso. Gracias.
– Mire que aquí hay poco, poco ¿eh?
– Sí, está bien.
– Se lo digo por si no lo sabe, porque doscientos gramos es de verdad poco.
– Sí, gracias.
– ¿Está segura que no quiere que le ponga más?
– No, gracias.
– Esto es apenas suficiente para una persona ¿eh?
– Sí, lo sé. Es sólo para una persona. Para mí.
– ¡Ah! bueno, si es sólo para usted, entonces está bien. Yo pensé que era para un almuerzo.
– Es para un almuerzo. Para el mío.
– Sí, ya le entendí. Pero pensé que era para un almuerzo... usted me entiende.

El no cocinar a veces te regala momentos así. Porque no hay nada como sentirse fuera de lugar en una gastronomia, mientras uno está comprando comida preparada.


domingo, 18 de septiembre de 2011

A vel, a vel...

No entiendo qué fue lo que convenció a la gente en algún momento de que hablarle a los niños pequeños (sobre todo a los bebés) con un tono idiota, es una especie de táctica pedagógica.

Este verano (o lo que es lo mismo: este agosto) lo pasamos en el lago. La casa estaba en una colina, a unos cuantos metros por encima de una casa con jardín, asador, alberca, Mercedes Benz y perro lanudo y blanco impoluto. Estaban los dueños sesentones, la hija, el marido de la hija, y la bebé de estos dos últimos, que habrá tenido no más de ocho meses. Y cada cosa que tanto padres como abuelos le referían al miembro más pequeño de la familia, lo hacían con la voz impostada como un impedido mental. Que yo no sé si sea una cosa accidental o de verdad nuestra raza se está yendo al carajo. Lo que sé es que llega un momento en que sientes repudio por los emisores y compasión por la pobre e indefensa receptora.

Cierto que la bebé recién empieza a entender y que aún no sabe qué significan esas palabras y no cuenta aún con el juicio suficiente como para darse cuenta que se las dicen con voz de estúpido. Pero ¿y después?

Me da por imaginar que si la nena crece escuchándolos hablar como subnormales, puede convencerse que esa es la manera natural de hablar. Puede ser que imitando a la gente con la que convive todo el día, los primeros sonidos que emita sean balbuceos idiotas. Quizás sea incluso por eso que muchos niños a los tres años aún no son capaces de pronunciar bien las palabras. Y uno los ve y piensa ¿cómo puede ser que diga pelo y no perro? Pues quizás sea gracias a este tipo de adultos, que son incapaces de hablarle a un niño como si de una persona se tratara.

E imagino más. ¿Y qué tal si aprenden a relacionar las cosas, a explicarse el mundo, con aquellas medias palabras idiotas? Esos niños podrían aprender a amar y a buscar luego esa manera idiota de ¿expresarse? Porque no puede ser lo mismo decirle a un niño ¿quieres bañarte en la alberca? Que decirle: a vel, a vel, ¿quem quele hace’ un bañotitititino en la albelcooota? A vel ¿quem, quem? ¿éte bebé? ¿éte?

Bueno. Yo de pedagogía no sé nada. Imagino nada más. Y espero sólo que como hija de una familia pudiente, aquella bebé logre tener acceso a una amorosa nana rumana, rusa o ucraniana. Y aprenda así la hermosa costumbre de pronunciar bien las palabras italianas.

viernes, 16 de septiembre de 2011

El punto y la coma

Objeto de equivocación. Probable causa de confusiones y entripados: en Italia, el punto y la coma que acompañan a los números, no funcionan igual que en México. Funcionan exactamente al revés.

Así, la coma que en México separa las cifras de tres en tres dígitos para volverlas miles, millones, miles de millones, billones, etcétera; en Italia se vuelve un punto. Uno tiene entonces que tres mil quinientos once no se escribe 3,511, sino 3.511

El punto, que en México separa la parte entera de la parte decimal, en Italia se convierte en coma. Así, uno y la mitad de uno no son 1.5, sino 1,5.

No es que uno sea correcto y el otro no. Todos estos usos son correctos. Y sé que parece muy obvio, sí. Nada más le cambia usted la coma por el punto y viceversa, hasta que se acostumbre. Pero los que no somos tan despiertos, podemos tardar un tiempo considerable en acostumbrarnos a tal cosa.

Luego ya le viene a uno casi por inercia, cierto. Bien nos instruyeron en la primaria sobre el hecho de que repitiendo ad nauseam es como mejor se aprende. Pero aprender una cosa nueva no quiere decir cancelar aquella que uno aprendió desde la infancia. Así que, por favor, acuérdese que estoy hablando del punto y la coma que acompaña a los números. No de los signos de puntuación con usos lingüísticos. Si es que usted es de los que todavía los usan, claro. O mejor, si es de los que conserva la costumbre de escribir párrafos y no líneas sueltas.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Con el vaso colmado

Hace cosa de dos años, días más, días menos; que en la redes sociales vengo leyendo opiniones sobre el estado en que están las cosas en México. O más bien, sobre lo que hay que hacer para mejorar el estado en que están las cosas, que es un estado pésimo, en eso coinciden todos. Y me decidí a escribir esto porque ya estoy podrida de leer quejas vacías. De sintaxis, de ingenio, pero sobre todo, de contenido.

Que debemos cambiar, que hay que despertar, que no podemos quedarnos con los brazos cruzados, que ha llegado la hora, que sí se puede, que la culpa de lo que está pasando en el país es nuestra, que hay que hacer algo ¡ya!, que si ¿tú vas a hacer algo o te vas a quedar viendo desde tu casa? Incluso a algún creativo se le ocurrió hacer el videíto ese que tiene cientos de visitas en youtube y que dice que si queremos encontrar al responsable de todo lo malo que está pasando en nuestro país, nomás tenemos que buscar en el espejo.

Esos por un lado. Por otro, los hay que se quejan de los que convocan o participan en las marchas, de los que escriben panfletos o artículos, de los que denuncian públicamente, de Sicilia, de PIT II. Que las marchas sirven sólo para causar embotellamientos, que las denuncias públicas en los medios de comunicación sirven nomás para aumentar el miedo o la espectacularidad de la vida cotidiana, que las huelgas son nada más un pretexto de los huevones para seguir echándola, que a Sicilia lo sigue la manada nomás porque es famoso.

Y lo mejor. Están los sociólogos que publican sus análisis a manera de aforismos (de 140 caracteres, por supuesto) del tipo: se quejan del gobierno, pero no respetan los semáforos (¿?). O: en México todos quieren coche y luego se quejan del embotellamiento (¿?¿?). O: no les gusta la violencia pero qué tal van a gritar este 15 que viva México (¿?¿?¿?).

De acuerdo, a nadie le gusta cómo van las cosas en México. Y un grupo de tantos cree que somos los ciudadanos de a pie y no el gobierno, los responsables, los que deben solucionar el clima nefasto que amenaza con asfixiar hasta el último rincón del país. Tenemos que hacer algo. Muy bien. Pero ¿hacer qué? Tenemos que cambiar. De acuerdo ¿cambiar qué? ¿cómo lo cambiamos? ¿siguiendo qué acciones?

Porque en estos años, en las redes sociales no he leído una sola propuesta, una sola idea concreta. Hacer algo, cambiar, actuar ¡ya!, abrir los ojos, ser responsables. Todas palabras vagas, meras abstracciones. Quejas que se lanzan como una sana mentada cuando uno se golpea el pulgar con un martillo. Sirve para desahogarse, cierto, pero carece de fondo, de utilidad.

Es verdad que estamos acostumbrados a engullirnos sin paladear abstracciones ridículas. Desde los discursos políticos hasta los anuncios publicitarios (si es que no son la misma cosa). Ideas tan absurdas como que dentro de una bolsa de papas fritas hay millones de sonrisas o que cuando te subes a tal coche, la ciudad se convierte en una selva. Pero que seamos bombardeados incesantemente por tales memeces no justifica que nuestra vida, nuestro país o nuestro planeta deban ser vistos a través del mismo cristal.

Una acción, una acción chiquitita que poniéndola en práctica todos al mismo tiempo logre que la violencia y el desorden y el miedo disminuyan. Una nada más. Nómbrenla. Porque yo no tengo idea de qué cosa podamos hacer los ciudadanos comunes y corrientes para solucionar las balaceras, las muertes, los entierros. Y a estas alturas estoy ávida (y no creo ser la única) de escuchar una propuesta, un plan de acción que no venga de institución alguna. Juro que me uniría y apoyaría y exaltaría. Pero ya basta de tan insana repetición de frases “positivas” que no son más que eslógans de los mismos medios y los mismos partidos de los que se quejan. Por favor.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Volviendo del descanso estivo…

Terminé de leer este libro de Cristina Pacheco, un compendio de entrevistas que hizo a pintores y a un par de fotógrafos mexicanos en las décadas de los 70 y 80.* Es triste darse cuenta que nuestros grandes artistas plásticos de entonces no eran grandes pensadores. Digo “eran” porque a excepción de unos pocos, ya todos están muertos. Da tristeza ver cómo no cuentan ninguna idea de verdad interesante. Cómo no plantean ninguna visión del arte o de la vida que revele, que enseñe, que sea novedosa.

A excepción de Juan Soriano, eso sí. Entre las más de 600 páginas que juntó la Pacheco en esos años, se esconde la joya que son las respuestas de Soriano. El único pintor que no parece un payaso autocomplacido, sino un pensador. Alguien que ve al arte en la justa medida. Que no se proclama un dios (Felguérez, Cuevas, Aceves Navarro, Botero) y tampoco hace uso de la falsa modestia (Corzas, Goeritz, Héctor Cruz, Mario Rangel). Dos posturas aborrecibles, supongo que por ser hijas del mismo padre: un ego aberrante.

Es bueno leer frases inteligentes. ¿Qué tipo de lecturas estoy haciendo en los últimos tiempos que ya no me topo con frases inteligentes? ¿Antes sobreestimaba lo que leía? ¿Seleccionaba mejor mis lecturas?

Aunque las respuestas de los pintores en este libro son repetitivas y a veces casi decepcionantes, debo confesar que gran parte de la responsabilidad es de la entrevistadora. No logras leer más de veinte páginas de un tirón. Te empalagas con su perpetuo lameculismo. Con su abundancia, su proliferación, su abuso de adjetivos aduladores como: estupendo, maravilloso, delicioso, magnífico, hermoso. Adjetivos que dejan las páginas pegajosas de prosa melcochada e indigesta. Perpetuamente maravillada, entrevista la Pacheco. Y perpetuamente dispara halagos, cumplidos, zalamerías.

¿Cómo no nos hemos dado cuenta de lo ñoña que es? ¿Cómo es que nadie me lo había dicho nunca? Y digo esto y no ¿cómo no me di cuenta antes?, porque nunca fui asidua de sus programas en el Once. Cuando llegaba a toparme con alguno, veían un trozo y pensaba que a esa persona en particular, la Pacheco debía admirarla mucho. Pero no. Habría que creerle que siente una devota y sincera admiración por todos sus entrevistados. Y aún si se lo creyéramos, lo que produce, más que periodismo sensible, es simple y pura ñoñería.

En fin.
Ahí va una probadita (bueno, dos) de las ideas de Soriano en esa entrevista:

“Cuando algo –escrito o pintado– me golpea demasiado rápidamente, si me estremece de inmediato, entonces desconfío. Todo lo que te saca de quicio, lo que te pone en estado febril, es falso, es truculento. Y es que por medio de ciertos recursos, los artistas nos dan golpes bajos. Es como la sensualidad desatada, que no tiene nada que ver con el amor, ni siquiera con hacer bien el amor.

“La moral nace como una necesidad profunda del hombre. Este no puede ser feliz si no hace acciones que vayan encaminadas al bien, porque entonces destruye la vida. Si destruyes algo bello para hacer algo horrible, estás en el terreno de la inmoralidad”.
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* Por si a alguien le interesa: “La luz de México”, 1995, Fondo de Cultura Económica, 663 pp., México, D.F.