miércoles, 5 de octubre de 2011

Crónica de un vía crucis aéreo III

El cacharrito alado aterrizó en Barajas pasadas las diez de la mañana. El día anterior me habían dado un vuelo con Aeroméxico que partía a las tres y cuarto, así que tenía tiempo para reclamar lo que venía rumiando.

Busqué el mostrador de Iberia. Apenas dije a lo que iba, la señorita del uniforme me dejó claro que ahí no se entendían de reembolsos ni de indemnizaciones. Que para la indemnización debía rellenar un formulario en iberia punto com; y para el reembolso, ir a buscar la oficina de venta de billetes que quedaba bajando un piso, saliendo, tomando un ascensor y subiendo dos pisos.

Luego de preguntar tres veces por la mentada oficina, me formé en la correspondiente fila. El tipo que me atendió no fue nada simpático al inicio, como la mayoría en aquel aeropuerto. Cuando le conté lo mío, cambió de tono pero dijo que desgraciadamente no podía ayudarme. Ni siquiera con lo del taxi, porque ellos sólo pueden reembolsar inmediatamente los gastos por transportes que partan del aeropuerto de Madrid. Que lo que puede hacer señora, es rellenar un formulario y dejármelo aquí, que yo se lo haré llegar a los competentes. Que en un par de semanas, con toda seguridad, se comunicarían conmigo para hacerme saber si mi caso era considerado o no.

Nada. No había espacio para hablar con nadie. O Internet o papelito. Lo han planeado muy bien. Cada vez menos caras humanas que asuman responsabilidades. Convertir toda empresa en un Fuenteovejuna donde todos y nadie. ¿Qué se puede hacer frente a algo así? Pues rellenar el jodido papelito. Reclamando el reembolso del taxi y el monto de la indemnización por cancelación estipulado por el reglamento del parlamento europeo, porque ya que estaba ahí podía incluir los dos, claro, me dijo el tipo que ahora muy amablemente me ofrecía sacar las fotocopias de mi recibo y mi hoja de cancelación mientras yo garabateaba en las líneas azules.

Con la frustración a cuestas, me alejé con la copia de mi reclamo, dispuesta a encontrar el mostrador de Aeroméxico, asegurarme que tenía una plaza reservada, hacer el trámite de aduana, beber una botella de agua y esperar un par de horas de lectura a que abrieran la puerta de embarque para el vuelo que me llevaría a la patria.

Pero no. No podía ser tan sencillo.

Sencillo fue el trayecto de la terminal 4 a la terminal 1, que parece el Benito Juárez hace dos décadas. Sencillo unirse a una fila que se replegaba seis veces frente al mostrador. Y hasta soportar el cacareo de dos compatriotas de esas que se contaban esas cosas que les parecen tan interesantes, y que avanzaban en la fila pisándome los talones y encajándome en la espalda los bordes de sus maletones. Por cierto que fue por ellas que me enteré.
- ¿Qué número de vuelo es el nuestro?
- El 002.
- Pues entonces está retrasado, sale hasta las siete y cuarto.
- ¿Cómo crees?
- Sí, ahí dice, mira.
En efecto. Ahí estaba, en las pantallitas de los mostradores. Y se acabó lo sencillo porque sí, porque había que permanecer en lo complicado.

Cuando llegué al mostrador, la rubia que atendía me confirmó lo de las cuatro horas de retraso. Luego me dio un pase de abordar, un papelito para cambiarlo por una comida y me dijo que para hacer las dos llamadas a las que tenía derecho debido al retraso, debía ir al mostrador de venta de billetes y ahí me darían una tarjeta telefónica.

Obviamente, en la venta de billetes había una fila. Que creció en desmedida cuando le tocó el turno a un argentino con un perro xoloitzcuintle vestido con una brillante capa rosa purpúrea, que debido al retraso había perdido su vuelo de conexión a Buenos Aires. Al final el del mostrador le solucionó el problema. O alguno de los dos se cansó de discutir. La cosa es que cuando tocó mi turno, pedí con una sonrisa y toda la gentileza posible, la mentada tarjetita. Y me acerqué a un teléfono público para avisar de aquel imprevisto a Italia y sobre todo a México. Pero una grabación del otro lado del aparato me decía que mi crédito era insuficiente, así que volví al mostrador y me salté la cola. Le dije al tipo que aquella cosa no funcionaba y él dijo que entonces lo lamentaba, pero no podía hacer nada por mí. Un señor anciano a mi lado dijo que él también quería hacer las llamadas, que era nuestro derecho porque lo decía el reglamento de derechos del pasajero que sostenía en las manos. El del mostrador se puso tan histérico, que el anciano le dijo que tenía un problema de actitud. Yo ya me estaba cansando de aquella manga de profesionales de la indiferencia y la grosería. Sólo quería llamar a M y avisarle del retraso y luego sentarme y no tener que mostrar ningún papelito, ni pedir ni reclamarle nada a nadie, ni hablar con ningún uniformado.

Eventualmente lo logré. Hice el trámite de aduana en un abrir y cerrar de ojos y eran ya las dos de la tarde cuando me senté a comer en el restaurante indicado. Unas verduras en un caldo gris insípido, una milanesa de cerdo que sabía a aceite rancio y una naranja que se veía como una naranja regular, pero sabía a podrido. ¿Por qué está permitido cometer este tipo de atentados contra la salud del prójimo? ¿Por qué está permitido incluso cobrar por ello?

A las tres de la tarde los monitores ya decían que el vuelo estaba programado para las ocho de la noche. Cinco horas se dicen fácil. Pero hay que ver cómo llenarlas en un aeropuerto minúsculo que se recorre de punta a punta en quince minutos y siendo una de esos que detestan los negocios de recuerditos y de porquerías libres de impuestos.

Pero como todo, pasaron. En el embarque supimos que el retraso se debía a que un día antes había ocurrido un corto circuito en la torre de controles del aeropuerto de la capital mexicana. Y muchas horas después, allá en el aire, nos enteramos que había mal tiempo y tubulencias, que el avión debía desviarse un poco de su ruta usual y que llegaríamos dos horas después de lo previsto luego del retraso.

El avión aterrizó en el Benito Juárez, después de una noche de doce horas, poco antes de las dos de la mañana. Luego de los trámites de aduana y la banda del equipaje, crucé las puertas de llegadas internacionales pasadas las tres a eme del 1 de octubre. Yo me había despertado en mi casa el 30 de septiembre a las 5 de la mañana. Échenle cuentas y agréguenle siete horas de huso horario.

Y si ustedes han tenido un vuelo Madrid-México puntual y placentero, si no han tenido nunca ningún contratiempo con Aeroméxico y mucho menos con Iberia, si jamás le han cancelado nada y en los aeropuertos le sonríen y le ayudan y le dan las gracias; me alegro mucho por ustedes. Pero permítanme decirles que el hecho de que me lo cuenten no cambia ni ayuda nada. Porque este ha sido, por mucho, el peor vuelo de mi vida. Y si ustedes hubieran vivido y sufrido las mismas cicunstancias, casi podría asegurar que lo sería para ustedes también. Casi.


2 comentarios:

  1. Casi, ya te contaré los míos ;)...

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  2. Muy bien, sobre todo por la última parte ;) Y aún te apoyo, Iberia es una mierda. Pasa una buena estancia en la patria.
    Un abrazo

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