viernes, 18 de febrero de 2011

Febrero 18, 2011

Vengo de una romería al consultorio de mi doctora de base. Que atiende, como en los restaurantes de estrella Michelin, estrictamente previa reservación. Si uno no concertó una cita y lo que precisa no requiere de auscultación, entonces puede ir al consultorio, tomar un cartón blanco con un número negro y esperar a que la secretaria lo llame. Siempre dentro del horario establecido, por supuesto. Hoy viernes, por ejemplo, el consultorio está abierto de las 16:30 a las 19:30.

El tiempo estimado de espera entre que uno toma el cartón blanco, hasta que la secretaria lo llama, va de los cincuenta a los ochenta minutos. Una vez que la secretaria grita su número, uno se acerca al mostrador y le explica sus necesidades. Por ejemplo: necesito renovar la receta para esta medicina que tomo contra la migraña; o: necesito la orden para hacerme estos estudios que me mandó el dermatólogo. O, en mi caso particular: necesito la orden para hacer estos ciclos de fisioterapia que me mandó el Fisiatra.

Si la cosa es posible, la secretaria normalmente toma nota. Si no es posible, la secretaria, con una voz estentórea y como si te estuviera enseñando a contar con el ábaco de sus dientes, te explica que ella no puede hacer nada, que tienes que sacar una cita, que la agenda está repleta, y que el único espacio libre es dentro de tres semanas. Esto normalmente pasa cuando vas con amigdalitis, infección intestinal o alguna de esas cosas que ojalá y esperaran tres semanas a que la doctora se desocupe.

Como sea.

Por suerte esta vez, lo mío se podía hacer ahí mismo. Imprimir un papel rosa (que es el oficial) y hacer que la doctora lo firmara.

El tiempo estimado de espera entre que uno habla con la secretaria, hasta que lo vuelve a llamar para entregarle su receta, su orden o su etcétera; va de los veinte a los cuarenta minutos.

En ese tiempo, en la minúscula sala de espera, se llega a escuchar de todo.
Esta tarde me tocó sentarme junto a una señora con un abrigo de peluche color paja y a la que en seguida le sonó el celular. Ciao, cara! dijo. Se extendió en los saludos y luego comenzó a explicarle que había llegado a las corridas a algún lugar, por un error de su hijo.

- Se ve que no leyó todo el folleto, sino sólo las primeras dos líneas… Ya sabes cómo es… Beh, quiero decir, ya sabes que no es… Exacto, no es precisamente un genio, según su maestra de matemáticas, no es que le funcione muy bien el cerebro… Sí, pobre, pero también pobre de mí… Como sea, nos vemos pronto, querida… Sí, sí… Besos, besos… Besos querida, ciao, ciao.

Colgó. Guardó el celular en el bolsillo de su abrigo peludo y dijo: Era tu novia. A un costado suyo estaba sentado un chico de unos trece años, con la cabeza tapada por el gorro de su chaqueta.
- ¿Quieres saber lo que me dijo? – preguntó la madre.
El chico volteó los ojos
- ¿Qué te dijo?
- Quería saber por qué llegué esta tarde a las corridas.
- Eh…
- Le dije la verdad, que fue culpa tuya.

Un poema de Eduardo Galeano dice casi al final:
“… y la humillación pública
son algunos de los métodos de penitencia y tortura
tradicionales en la vida de familia”

La cultura del terror/3, se titula el poema.

No hay comentarios:

Publicar un comentario