lunes, 7 de febrero de 2011

Febrero 7, 20011

En el piso de abajo vive una vieja sorda. Bueno, lo de la sordera no lo sé con certeza. Lo intuyo porque siempre tiene la televisión muy alta y cuando habla, sus conversaciones se oyen como si estuviera acá, en la habitación de al lado. Según M, lo que se oye no son simples conversaciones, sino peleas. Constantes, agudas, larguísimas. Que se dicen cosas horribles ella, la señora que la cuida y el hijo de la anciana, un gordo antipático que tiene un negocio de reparación de zapatos en la otra cuadra y al que M odia con todas sus fuerzas.

Yo oigo que gritan, que se desgañitan a veces. Pero no les entiendo. Hace ya cosa de dos años que los oigo, y no entiendo nunca qué se dicen. Tampoco entiendo por qué, siempre según M, el hijo se pone de parte de la cuidadora y los dos le gritonean hasta el cansancio a la vieja.

Hoy han estado desatadas. Lo digo en femenino porque la voz del hijo no se ha dejado oír, pero desde el mediodía los chillidos de las mujeres retumban en el piso.

Imagino que debe haber sido muy hija de puta. La vieja, quiero decir. Me imagino estas cosas porque luego no me puedo explicar que exista gente que trate mal a un viejo así nomás, por el puro gusto de hacerlo. ¿No se supone que todos los seres humanos somos bondadosos a priori? Pues abrazada a tal presunción, tiendo a creer que la gente que está sufriendo los malos tratos de un hijo de puta, debe haber sido un hijo de puta a su vez y ahora está pagando por tanta mala cosa cometida. Sobre todo, insisto, si se trata de un viejo.

Es una idea que me deja un poco tranquila la conciencia y me mantiene lejos de meterme en lo que no me incumbe como bajar a tocarle la puerta a la cuidadora y decirle: oiga, no se pase, tampoco le grite tanto a la pobre vieja ¿qué tal si se le muere? Porque quién sabe. Quizás la cuidadora y el hijo lo que quieren, es precisamente eso.

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