miércoles, 23 de febrero de 2011

Miércoles del baúl de la abuela…

Del invierno del 2005:

El cielo se ha puesto violeta y una nube de mosquitos ha salido quién sabe de dónde. Así como fue bajando el sol, la camioneta avanzó por el camino hacia la terminal de autobuses, donde ahora estoy. En la sala de espera hay dos televisores encendidos. En uno pasan una telenovela y en el otro la lucha libre. El cielo se va poniendo morado y pronto van a ser las siete. La hora en que parte el autobús. Hay gritos y llantos de niños, que seguramente subirán al mismo autobús que yo y seguirán gritando y llorando buena parte del viaje.

Hace apenas una hora estaba bebiéndome la ultima cerveza, con los pies metidos en la arena. Esta mañana, al llegar a la playa, me topé con uno de los italianos, que volvía de un corto viaje que tuvo que hacer a Guatemala, para salir y volver a entrar al país y que le renovaran su visa de turista. Luego nos topamos con el chico de los hornos, el que habla un poco de náhuatl y estudia la cosmogonía azteca y tiene rasgos indígenas, pero de los incas del Perú. Luego vino más gente. Y así se pasó el tiempo. Entre una cerveza y otra y los ¿te vas ya? ¿por qué no te quedas? Y mientras esperaba la camioneta, con la mochila en la espalda, ese hierro frío apretando en la garganta, qué sé yo porqué. Por la gente a la que uno se acostumbra. A ver, a saludar, a tomarse una cerveza juntos. Eso de las despedidas. Aunque pasado el tiempo, el recuerdo convierte al pasado en una cosa buena. Incluso a las despedidas.

Ha terminado de oscurecer. Ya no hay mosquitos. La terminal de autobuses, el purgatorio ineludible de cada viaje. Casi no pude comer. Apenas piqué un plato de arroz con verduras. Me traje un libro de Fuentes y uno de Pessoa como souvenir.

Irse de nuevo. Al final siempre termino yéndome. Y así seguirá siendo hasta que encuentre algún lugar del que sienta que no puedo separarme. Y entonces quizá, la historia sea distinta. Y no me vaya. Y me quede.

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