miércoles, 11 de mayo de 2011

Crónica de una mañana de mierda

Tenía intenciones de levantarme a las ocho de la mañana, pero me olvidé de poner el despertador, así que me levanté una hora después. Buscando hacer dos cosas al mismo tiempo, puse la cafetera sobre el fuego de la hornalla mientras me hacía un “baño vaquero” como elegantemente se le llama en México. La cafetera hizo lo suyo antes que yo y para cuando apagué el fuego, el café ya estaba quemado. No me lo bebí todo porque sabía a caldo de cenizas.
Tenía que ir a la oficina de la Prefectura a entregar todos los papeles necesarios para pedir la ciudadanía italiana. Y de pronto se me ocurrió que podía serme útil imprimir otro formulario, por si había cometido algún error en el que ya había compilado. Uno siempre corre el riesgo de poner una cosa que no debe en el espacio en blanco correspondiente. Una coma, un acento, una letra de más o de menos. Mandé a imprimir el mentado formulario mientras me vestía. Cuando volví frente a la computadora, el papel se había atascado en la impresora. La apagué, la abrí, saqué el papel atorado, la encendí y volví a mandar a impresión. Eran las diez cuando salí de casa.
Me faltaba comprar un timbre fiscal. Acá para pedir cualquier cosa oficial debes comprar siempre un timbre fiscal que venden por lo regular en las tabaquerías. Me faltaba también fotocopiar un par de documentos. En cinco minutos estaba en la tabaquería comprando el timbre. En cinco minutos más, estaba en la papelería, pidiendo las fotocopias.
La dueña no estaba. En su lugar estaba una vieja con el pelo pintado de amarillo canario, con gafas de sol azules, de esas a la John Lennon; y vestida con unos leggins, una minifalda de mezclilla y una blusa blanca llena de encajes, estoperoles, brillitos y cintas, escotada casi hasta el obligo. Tendría unos sesenta años. O hasta más.
La vieja me recibió los documentos, fue hasta la fotocopiadora y volvió con todas las hojas en desorden. Le pagué y me dispuse a ordenar todo aquello. Entonces descubrí que el recibo de pago que había hecho en la oficina postal no estaba. Estaba la fotocopia que la vieja había hecho, pero no el original. Le pedí a la vieja que revisara si no estaba por ahí.
– No señora, yo le di todo, justo como usted me lo dio –dijo y se alzó de hombros.
Entonces empecé a sudar frío. La hojita perdida era el recibo del pago por el derecho a convertirme administrativamente, en ciudadana italiana. Un recibo por doscientos euros, que no es poco.
Revisé papel por papel, entre las decenas de originales y fotocopias que llevaba en una carpeta. Nada. Le pedí que revisara de nuevo, por favor, porque no era posible que aquel recibo hubiera desaparecido así nomás. La vieja siguió repitiendo que ella me había entregado todo, tal cual yo se lo había dado. Se paseó por acá, por allá y siguió diciéndome busque bien, señora, busque en sus papeles, porque yo le di todo.
En eso llegó la dueña. Le conté lo que había pasado y ella se puso a buscar por todos lados, levantando hasta los clips que encontraba sobre el mostrador. La vieja la siguió pisándole los talones y repitiendo que ella lo único que había hecho era darme los documentos en la mano, tal como yo se los había entregado.
La dueña no encontró nada. Me sugirió que le dejara mi número de teléfono y si acaso “aquel papel” aparecía, me llamaba. El sudor me corría a chorros por la frente.
– Es que no puedo irme sin el recibo, señora –le expliqué–, tengo que hacer un trámite burocrático y me piden el original, usted entenderá que…
Y sí, lo entendía, dijo, pero ¿qué podía ella hacer? Claro, y además ¿qué carajos le importaba? La vieja volvió al ataque con su retahíla y entonces me desesperé.
– ¡Señora! –grité– ¡Yo no estoy buscando culparla de nada! ¡Necesito ese recibo! ¡No me interesa lo que usted hizo o dejó de hacer! ¡Yo entré acá con ese recibo y no me voy a ir sin él!
A la vieja le importó poco y siguió con lo suyo. Entonces yo seguí con lo mío y empecé a revolver todo lo que encontraba a mi paso. La dueña me pidió que me calmara y se puso a revisar, hoja por hoja, todos los originales y fotocopias que llevaba yo en la carpeta.
– En efecto, no está –fue su aguda conclusión.
– ¡Qué extraño! –dijo la vieja– porque yo hice las fotocopias y le entregué a la señora todos los documentos en la ma…
– ¡Basta, señora! ¡Ya le entendí! –seguí gritando– ¿Me está diciendo entonces que yo perdí a propósito mi recibo para culparla a usted? ¿Cree que para eso entré aquí?
La dueña volvió a pedirme que me calmara. Volvió a dar una vuelta por todo el lugar. Miré la hora. Faltaban quince minutos para las once. Llevaba más de media hora metida allí, en la dimensión desconocida.
– No me puedo ir sin ese recibo, no puedo – dije y casi me saltaban las lágrimas de los ojos.
Entonces sucedió el milagro. A la dueña se le ocurrió mirar detrás del mostrador.
– ¡Mire dónde estaba! –dijo recogiendo el recibo del piso y extendiéndomelo.
– Claro, porque se ve que yo le di todo en la mano y la señora como tenía todos esos papeles aquí encima, hizo que…
– ¡Señora! ¡Ya estuvo bien! –le grité desgañitándome– ¡Fue culpa mía! ¡Yo fui la que lo hizo caer a propósito, para culparla a usted!
– Yo sólo le estoy diciendo que yo le di todo tal como usted me lo dio…
– ¡Culpa mía! –la interrumpí– ¡Fue culpa mía! ¡También que usted en lugar de ayudarme a buscar el recibo, se haya puesto a repetir mil veces que me entregó todos los documentos en la mano! ¡También eso fue culpa mía!
Salí de allí gritando y jurándome no volver nunca más. La vieja seguía repitiéndole a la dueña la misma historia.
Tres minutos después estaba tomando el autobús que me dejaba a unas cuadras de la oficina de la Prefectura, que cerraba al mediodía.
A las once, bañada en sudor, estaba entrando en aquel lugar. Y leía, en una hoja pegada en la pared, que no aceptaban fotocopias de los documentos de frente y detrás, sólo hojas fotocopiadas por el frente. A mí me habían hecho dos fotocopias de frente y detrás, de los documentos apostillados que venían de México. Uno no quiere entrar a una oficina burocrática italiana con un error así. Es como regalarles la oportunidad de gritarte y de pendejearte cuantas veces les plazca. Es como mentarte la madre a ti mismo.
Así que tomé el papelito con el número, porque acá siempre hay que tomar un número para todo, no sólo para comprar carne en el supermercado. Y salí a buscar donde hacer las mentadas copias. Di un par de vueltas en los alrededores y finalmente encontré una tabaquería donde las hacían.
A las once y cuarto estaba de vuelta en la oficina, cocida en mis jugos y con las manos temblando ya no sé ni de qué. Apenas entrar escuché que gritaban desde el cuartito del alto poder burocrático: ¡ochenta y cinco! Mierda. Yo tenía el ochenta y uno. Mi turno ya había pasado. Tomé otro número. El noventa y seis.
Un rato después estaba sentada frente a una joven burócrata que revisaba mis papeles.
– Pero usted no puede solicitar la ciudadanía todavía – me dijo.
Entonces mi cuerpo sudó toda el agua que tenía de reserva. Ahí, sentada en aquella silla de plástico, sentí cómo me deshidrataba en cosa de segundos. Hace dos meses, en esa misma oficina, otra joven burócrata me había dicho exactamente lo contrario.
– Tiene que esperar un par de semanas más –siguió la joven burócrata de ahora.
De alguna manera, en el Registro Civil aparece que yo asenté mi residencia en esta ciudad en mayo del dos mil nueve. No sé si porque en mayo del dos mil nueve perdí el primer documento de identidad, o porque fui tan idiota como para pasarme un año acá sin ir a registrarme a la oficina esa. El caso es que aparece así. Y por norma, la ciudadanía se puede pedir sólo después de dos años cumplidos de residencia legal en el país.
La joven burócrata garabateó tres líneas en código en un pedazo de papel y me dijo que volviera el treinta de mayo.
Faltaban diez minutos para el mediodía cuando salí de allí. Metí la mano en mi mochila. Busqué y rebusqué sólo para comprobar que me había olvidado los cigarros en casa.
Sí, hace más de un mes que volví a fumar. No me pregunten por qué.


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