miércoles, 18 de mayo de 2011

Miércoles del baúl de la abuela...

Del verano del 2007:

Es cosa de mostrar la libretita verde. Cosa de la primer ventanilla, del primer “agente”. Y ya te das cuenta dónde estás y de dónde vienes. No has visto ningún castillo medieval, ninguna obra del Renacimiento. Ni siquiera has podido sorprenderte con la simétrica forma de los tulipanes de ningún jardín. Estás en un simple aeropuerto. Con pisos y techos y ventanales por los que no has visto más que aviones y un cielo nublado. Pero sabes bien que estás en Europa. En la UE, ese gran reino inmaculado para el que las ratas latinoamericanas como tú, son un peligro inminente.

En la fila, delante de mí, venía una familia gringa. Papá, mamá, nene y nena gringos. Carreola, maletas, comida de bebés, medicamentos, juguetes. Toneladas de cosas. Y pasaportes gringos. La única cosa que tuvieron que hacer fue enseñarlos. El holandés del mostrador les dio las gracias y la bienvenida con su sonrisa del mediodía pasado y quizás incluso sintió que un puente unía a la gran nación de Bush con su banquito detrás de su mostrador de plástico. En cuanto vio mi águila y mi serpiente, claro, la cosa cambió. Que a dónde iba, que a qué iba, que cuánto tiempo planeaba quedarme, que a ver donde estaba mi tarjeta bancaria, que si tenía el boleto de vuelta y pensándolo bien, no, de boleto de vuelta nada, mejor enséñame la carta de invitación y así te pongo en el próximo avión de vuelta a tu agujero subdesarrollado ¡inmigrante! Claro, la puta carta. Que M me mandó diciendo que por si acaso, que en la muy remota situación de que me encontrara con un gorila y me la pidiera. Tenía todo, absolutamente todo lo que podían pedirme. Pero nada estaba asegurado. El holandés del mostrador podía sencillamente verme cara de terrorista, de narcotraficante y decidir que no. Que no me dejaba entrar a su reino inmaculado porque no se le daba la gana. Una cosa que creo que hasta podría violar los derechos de uno, que sí, ser subdesarrollado, pero humano al fin. Sólo falta que eso tampoco nos lo reconozcan. Pero el holandés del mostrador no encontró más pretextos y tuvo que dejarme pasar con una mueca torcida. He entrado a la UE. Y entro con menos ganas que con las que me hubiera vuelto a mi país.

Los grandes dueños del mundo. Entre ellos, sonrisas y cordialidad. Pero estamos los demás: la amenaza. El tercer mundo. Debemos cumplir con una tonelada de requisitos si es que aspiramos a entrar y dar un vistazo a su reino inmaculado o a su patria de la libertad. Nos tienen miedo porque alteramos su ecosistema. Porque no vivimos siguiendo un manifiesto de reglas, porque sobrevivimos transgrediéndolas. Porque no tuvimos revoluciones hace sesenta años, sino hace veinte. Nos temen como se teme a todo lo desconocido. ¿Porqué carajos no se han extinguido? puede que se pregunten. O quizás se pregunten por qué carajos insistimos en seguir viniendo a sus reinos sin importar cuántas barreras nos pongan y cuánto nos demuestren que no somos bienvenidos, ni lo fuimos ni lo seremos jamás.
– Chinga mucho a tu madre –le dije al holandés del mostrador, con una sonrisa exagerada.
Porque una venganza minúscula, propia y secreta, te puede salvar el día. O la cordura. Y a veces incluso, las dos cosas.

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