lunes, 9 de mayo de 2011

De los alpinos y de los Alpes

El fin de semana pasado se celebró el 84º Encuentro de los alpinos. Los alpinos son los militares de la parte norte de Italia, donde están los Alpes italianos, lo que desvela la razón de su nombre.
Los alpinos se juntan cada año en una ciudad distinta y este año tocó la suerte de que lo hicieran en la ciudad donde vivimos. Algunos empezaron a llegar desde el miércoles, pero el jueves se dejaron venir en hordas. Se esperaban cientos de miles, dijeron los noticiarios. La tarde del jueves no había calle por dónde pasar, que no te toparas al menos con un grupo de alpinos, con sus gorros tipo Robin Hood adornados por una pluma negra.
El Valentino, el parque que está a unas cuadras de casa, se llenó de carpas y roulottes como si aquello fuese un campamento. En cada una de las plazas, en mayor o menor escala, sucedió lo mismo.
No tengo mucha idea de para qué se juntan los alpinos cada año. Me he quedado con la impresión de que se juntan para cantar canciones de guerra y para beber. Sobre todo para esto último. Desde el mediodía andan serpenteando por las calles, oliendo a dolcetto o a barbera.
El jueves por la noche fuimos a comer pizza al lugar de siempre, donde hacía cosa de tres meses que no nos parábamos. Enfrente de la pizzería abrieron un bar de tapas y ahí había un grupo de cuatro jóvenes alpinos. Que con el barullo que hacían podían fácilmente pasar por un grupo de cuarenta. Charlaban a los gritos, cantaban ídem y decían palabras en español que imagino acababan de enseñarles los dueños del bar. Los cuatro jóvenes alpinos estaban cocidos en alcohol, como si los hubieran dejado en salmuera de tinto.
- Sono messi proprio male – dijo incluso el de la pizzería, que es como decir que andaban hasta las chanclas.
Por la madrugada se seguían escuchando. No esos cuatro, sino otros, cualesquiera que fuesen, que se paseaban por las calles vecinas.
El viernes la cosa se puso peor. El tráfico estaba interrumpido por todos lados. Cada espacio público convertido en una feria. Había letrinas cada dos cuadras. La ciudad olía a vino, frituras, chorizos a la parrilla y orina fresca.
Los alpinos se paseaban por todos lados con unos coches que parecían de fabricación casera. O se paseaban en carretas. Porque se vinieron hasta con los caballos y las mulas. E iban cantando y sonando claxons con melodías exactamente iguales a los de los microbuses chilangos (exceptuando “La cucaracha” que imagino, habrá ya sido declarado patrimonio público).
La gente estaba contenta, eso que ni qué. Los veían pasar y sonreían y los saludaban y les aplaudían. Se ve que los quieren y que los respetan. Imagino que de eso pedirá Calderón su Navidad: un pueblo castrense en cuerpo y alma. Nunca había visto a tanta gente emocionarse tanto frente a los militares.
En fin.
A nosotros se nos volvió insufrible y el viernes por la noche salimos huyendo hacia un pueblito en las montañas de los Alpes, donde, miren ustedes qué curioso, no vimos un solo alpino.


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