martes, 24 de mayo de 2011

Sábato ya no está

Y no es que me esté enterando apenas. Es que justo terminé de releer El Túnel y me vinieron ganas de escribir algo, cualquier cosa, sobre Sábato.

El sábado 30 de abril estaba de visita mi amiga colombiana. Revisaba sus cositas en la computadora de casa, cuando me lanzó el: ¡se murió Sabato! y a mí se me heló la sangre. Lo digo por decir cualquier cosa porque en realidad no sé qué fue lo que sentí.

Sábato fue un escritor importante para mí y el hecho de que estuviera vivo todavía, de alguna manera era como una esperanza. Como cuando Salinger vivía aunque no escribiera, ni nadie supiera nada de él como no fuera que estaba vivo. Pero Sábato era todavía más importante porque escribía en español y desde Latinoamérica. Uno siempre elige a sus escritores porque siente que le hablan de cerca y a mí Sábato hubo un tiempo en que me habló casi al oído.

Sí, me inicié por ahí de los veintiún años con El Túnel, como todo el mundo. Me sorprende que los lectores de veintiún años hoy sientan lo mismo que los lectores de veintiún años de hace más de una década. Imagino que eso es lo que hace a Sábato un clásico. Aunque a Borges no le gustaba nada y tampoco a Cortázar. Cortázar es uno de los dioses de mi personal Olimpo. Pero al ser un dios humano, tengo el permiso de no estar de acuerdo con él en algunas ocasiones.

La cosa es que como les pasa a todos los que leen a Sábato a los veintiuno, me sentí automáticamente identificada con aquel amor enfermo de Juan Pablo Castel y yo también quise matar o que alguno me matara por haberlo dejado solo.

En ese tiempo me sentía cerca de Camus y de Sartre. Y sentía a la vida más como una condena que como un regalo. Haber descubierto a estos escritores (sí, nadie me los presentó, mi círculo de amistades estaba formado por no lectores por decisión propia) me hizo sentir que no estaba sola. Ni sola, ni loca. Cosa que ya estaba pensando, porque mis amigos me tachaban de rara y mis hermanos directamente me decían freak.

Leyéndolos me di cuenta que podía vivir sin luchar perpetuamente contra esa sensación de vacío y sin sentido. Sin tener que convencerme de que la vida era hermosa y había que estar agradeciendo, religiosamente, a diario. Debió haber sido por aquel entonces que empecé a garabatear mis primeros “poemas”. Que eran una porquería como casi todos los poemas de los que nos acercamos a la poesía o a una especie de hermana gemela deformada que tiene; porque nos parece el género más sencillo. Deben pasar varios años antes de que uno descubra que aquellos engendros son apenas dignos de un “querido diario” que hay que guardar en el cajón bajo llave y quemar antes, mucho antes de cumplir los treinta.
Como sea.

Puede parecer que me he desviado, porque en las primeras líneas amenacé con que escribiría sobre Sábato. Pero mi intención no era analizar su obra ni repetir su biografía, que aparece 143,000 veces al googlearlo. Yo quería escribir de lo que fue El Túnel para mí a los veintiún años. Porque para mí Sábato siempre va a estar ligado a mi experiencia propia, lejos de los calificativos o los juicios de los señores ensayistas y articulistas que saben de lo que hablan. O de los escritores que no están bloqueados y son escritores en forma y saben todavía más.

Ahora que Sábato ya no está, me puse a releer El Túnel, a pesar de que el libro suyo que más me gusta es Abaddón el exterminador. Me decidí por El Túnel porque recordaba haberlo leído con el alma en un hilo, con una sensación de asfixia. Sobre todo, con el gozo de haber descubierto un tesoro. Pero la sensación ya no fue la misma. Aunque me reafirmé como una lectora conversa de Sábato, el ansia, la tensión, el placer con que lo leí la primera vez ya no están. Y no van a volver nunca. Como no vuelven nunca las primeras impresiones. Como Sábato. Como los veintiuno.


No hay comentarios:

Publicar un comentario