miércoles, 23 de marzo de 2011

La señora Margherita

Hoy vino por última vez la señora Margherita. Acá no inyectan en las farmacias, ni en los consultorios, ni en los hospitales. Así que cuando es necesario hacer algún tratamiento de inyecciones y en casa no hay nadie que sepa hacerlo, más vale contactar a alguna señora (siempre son señoras, hay que aceptarlo) que inyecta a domicilio.

La señora Margherita es un inmenso ser humano de casi cien kilos que se mueve y respira con dificultad y que usa un bastón de esos donde se apoya también el brazo. Le costaba tremenda fatiga subir las escaleras para llegar acá. Y eso que estamos sólo en el primer piso. Pero no se quejaba de las escaleras, sino de ser vieja. A mí no me pareció vieja, pero está jubilada y eso es lo que les pasa normalmente a las personas que dedicaron toda la vida a hacer un solo tipo de trabajo todo el día, todos los días: se jubilan y se sienten inútiles, viejos, desterrados del mundo. Porque para ellos el mundo es sólo ese lugar donde se va a hacer una cosa específica por ocho o más horas, por cinco o seis días a la semana y luego a fin de mes se recibe un sobre con una paga.

La visita no duraba más de un par de minutos. Abría la jeringa, abría los tubitos, mezclaba los medicamentos, untaba el algodón y apenas me recostaba, ya me tenía la aguja clavada en la nalga elegida. La primera vez quería inyectarme de pie, pero yo no quise llegar a tanto. La aguja no se sentía, pero el líquido ardía y preferí pasar esos segundos de ardor tumbada sobre la panza.

Al inicio, la señora Margherita quedó que pasaría “alrededor de las nueve”, pero siempre llegó media hora antes o media hora después. Y bueno. No era necesario ponerse a hablar con ella y decirle oiga, ¿y si quedamos a una hora específica? No era el caso porque era ella quien blandía el arma punzante. Uno no está en posición de reclamar una nimiedad como el horario de visita.
Una mañana, la señora Margherita vino en pantuflas, bata y camisón de dormir. Me contó que había “hecho la noche” donde una señora a la que atiende a veces, cuando su cuidadora regular toma su día de descanso. Me contó que la señora a la que cuida es una anciana de 82 años que se cayó dos veces ya y que se rompió un par de cervicales y desde entonces vive presa del miedo. No soporta estar sola. Por eso la llama a ella cuando su cuidadora descansa, porque no es capaz de pasar una noche sola en casa. A la mañana siguiente, a la anciana le entraron ganas de ir a desayunar a una confitería e invitó a la señora Margherita. La confitería quedaba acá a dos cuadras de mi casa y visto que eran entre las ocho y las nueve, como de costumbre, dejó a la vieja remojando un croissant en el capuchino y se vino a ponerme la inyección del día.

Me contó también que ella tiene una hernia y unas tremendas agruras perpetuas y que en un tiempo tomó una medicina que era muy buena pero se la tuvieron que quitar porque le causó dependencia. No, no era el lanzoprazol que tomaba yo. Era otra cosa y no se acordaba el nombre. Tampoco se acordaba el nombre de la que toma ahora y que le ha caído muy bien, excepto cuando por angas o mangas no puede tomarla como primer cosa en la mañana. Como el día en que se fue a desayunar a la confitería con la vieja de los miedos. Que ese día estuvo presa de agruras todo el día, me dijo después.

No me contó nada más. Hoy nos despedimos, con cierta pena de parte mía, porque aquello se había vuelto todo un ritual. Despertar con el despertador, tomar el lanzoprazol, arreglar la habitación, preparar el desayuno y luego interrumpirlo cuando la señora Margherita tocaba el timbre.

Es probable que mañana, ella se haya ya olvidado de mí. No sé siquiera si supo que las inyecciones que me ponía eran para que se me calmara una cervicalgia. Pero no importa. Con que yo la recuerde es suficiente. Que haya una parte que recuerde, es siempre suficiente.

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