sábado, 15 de enero de 2011

Enero 15, 2011

Estaba diciendo, la semana pasada, que dejé de escribir más o menos cuando dejé de fumar. De la manera en que sucede siempre, el acto de poner ideas por escrito estaba directamente ligado al acto de chupar y escupir humo de tabaco.

Si escribía en la computadora, siempre había un cigarro encendido en el cenicero al alcance de la mano. Si escribía a mano, siempre había un cigarro encendido entre mis dedos. Quizás en algunas ocasiones le diese sólo cinco o seis pitadas, pero lo hacía en dos momentos cruciales: cuando la mano o los dedos parecía que no iban a parar nunca, y cuando paraban de improviso. O lo que es lo mismo, cuando las palabras en mi cabeza avanzaban claras, fluidas, veloces; o cuando la idea en mi cabeza se atascaba, y no lograba encontrar la palabra o la frase adecuada.

No sé en qué momento aquello se convirtió en un ritual. Pero eso era. Cuando me sentaba frente a la hoja o a la pantalla en blanco, la primer cosa que hacía era encender un cigarro. Y cuando ponía el punto, que aquel día era el punto final, encendía uno más.

Lo curioso es que no tomé conciencia del ritual que implicaba escribir, hasta que me encontré en dificultad para seguir haciéndolo. El cigarro se reveló una parte esencial en el proceso. Un descanso y un apoyo. Incluso más que el alcohol, que se unió para que formáramos un triángulo un tanto desastroso, por un tiempo considerable. Pero esa es otra historia.

No digo que sea imposible escribir sin fumar. En mi caso, ha sido sólo complicado.Y es que no creo que volver a fumar haga brotar nuevas historias y la habilidad para contarlas así, de repente. No lo creo porque eso también, ya lo he intentado.

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