viernes, 14 de enero de 2011

Enero 8, 2011

Dejé de escribir más o menos cuando dejé de fumar.

No puedo decir que haya sucedido al mismo tiempo, porque en ninguno de los dos casos se trató de un hecho rotundo, sino más bien de eventos que se desarrollaron a lo largo de varios meses. De lo que estoy casi segura, es que lo primero fue en gran parte consecuencia de lo segundo.

Ya hablé sobre cómo comenzó (o cómo recuerdo que lo hizo) el bloqueo.

El cigarro lo dejé por cuestiones médicas. O algo así. Durante los diez años que fumé, lo hice con gusto y en abundancia y nunca, nunca pensé en dejarlo. ¿Por qué comencé a considerarlo luego de una advertencia médica? Por lo de siempre, por miedo. Los médicos son poseedores de un modo, de un lenguaje y de muchas certezas que infunden un miedo atroz.

No fue cosa fácil. Intenté dejarlo de un día para el otro. Visto que había tantos que contaban que lo habían dejado así “con un par de huevos”, pensé ¿y yo por qué no? Durante una semana me retorcí las manos, sufrí insomnios, pesadillas, sudores fríos, taquicardias. Hasta que el médico que me había recomendado no fumar, me aconsejó que volviera a hacerlo. “No se puede dejar el cigarro así de golpe. Tienes que bajar el consumo de nicotina gradualmente”, dijo. Así que apenas salí de consulta, me compré una cajetilla y me la fumé entera ese mismo día.

Luego probé con los chicles de nicotina. Ineficacia pura. Resultó que entre mascada y mascada, siempre terminaba encendiendo un cigarro.

Intenté entonces la “dosificación deliberada”. Y hasta me diseñe un programa: considerando el número de cigarros que me fumaba en un día regular, si disminuía uno al día, en cosa de dos meses lo habría dejado por completo. Iba por la segunda semana cuando me di cuenta que la angustia de saber que no debía fumar “ese” cigarro, me hacía fumarme tres más.

Me olvidé de mi estratégico plan y comencé con los puros. Con los chiquitos. Me habían dicho que al no “darle el golpe”, fumar puro era casi como no fumar. Yo me lo creí, porque necesitaba hacerlo. Pero empezaron las complicaciones. Cuando estaba en un lugar cerrado (sí, cuando yo era fumadora, en México se podía fumar en los espacios cerrados), apenas encendía aquella cosa, una amable mesera se me acercaba y me invitaba a apagarlo, porque “el humo del cigarro está bien, pero el del puro, usted comprende”. Y yo lo comprendía. A la primer persona que fastidiaba aquel olor y aquella humareda, era a mí. Así que dejé la cajita de puros a la mitad. Y volví con más gusto que antes, al cigarro.

Y así seguí. Un buen día llegó una segunda recomendación médica. Pero la historia, con una que otra variante, se repitió.

No fue hasta un año y medio después del consejo del primer médico, que dejé de fumar. Andaba recorriendo las barrancas de Chihuahua en invierno y me pesqué tremenda bronquitis. “Te salvaste por un pelo de que se te hiciera neumonía” me dijo el otorrino.

Pasaron meses antes de que volviera a encender un cigarro. Tenía miedo de que los pulmones me volvieran a doler de aquella manera. Así que como dijo el primer médico, lo fui dejando de a poco, con el tiempo.

Hace tres años que me uní al gremio de los insoportables ex fumadores. Si estoy en un lugar cerrado lleno de humo, me dan arcadas y accesos de tos. Detesto el olor de las colillas. Detesto que alguien fume cuando estoy comiendo, que fumen dentro del auto en el que viajo, que alguien me salude luego de haber fumado. Y en general, detesto el olor a tabaco.

Supongo que está bien. Por la cuestión de la salud. La parte mala es que por los mismo tiempos en que desaparecieron los cigarros de mis dedos, desapareció mi capacidad de escribir.

Pero eso se los cuento después. Hoy, me parece, ya me he extendido demasiado.

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