viernes, 14 de enero de 2011

Enero 5, 2011

En las primeras páginas de “Trópico de cáncer”, Henry Miller escribió:
“Se puede dormir casi en cualquier parte, pero hay que tener un lugar para trabajar. Aún cuando lo que estés haciendo no sea una obra maestra. Hasta una novela mala requiere una silla en que sentarse y un poco de aislamiento”
Es una perogrullada que yo aclare que mi intención no es hacer una obra maestra. No es ni siquiera hacer una “novela mala”. Incluso la palabra “novela” le queda muy grande a lo que estoy intentando hacer acá. Estoy intentando escribir. Volver a escribir. Y eso, a pesar de aquellos que consideran el tiempo empleado en una cosa que no produce dinero como tiempo perdido; eso, es un trabajo. Uno que hago desde mi cómoda silla de imitación de piel negra. Cierto, tengo dónde sentarme. Pero lo que me hizo recordar la cita de Miller (y buscarla en mi cuaderno de “notas”) es la dificultad que tengo ahora mismo para alcanzar lo otro, el aislamiento. Sobre todo el aislamiento mental que se requiere para escribir.

Al tiempo que oprimo teclas para formar palabras, estoy pendiente del reloj. O más bien dicho, de que no se me vayan a pasar los veinte minutos necesarios para que se cuezan las lentejas, que están dentro de la olla a presión, sobre un fuego en la cocina.

Tecleo y reviso el reloj, con el mandil puesto. ¿Cómo puedo convencerme a mí misma de que este es el momento del día que me regalo para escribir? Bueno, de alguna manera tengo que hacerlo. Apretar teclas y picar cebollas deben comenzar a ser dos actividades armónicas, integrales, concordes. Por un lado, recuperar la satisfacción de un párrafo bien logrado. Por el otro, seguir sintiendo el gusto de siempre cuando M aspira profundo y dice ¡mmmm! ¡pero qué bien huele!

Cosa que con suerte sucederá la próxima ocasión. Porque esta vez, mientras divagaba en el teclado, se me quemaron las lentejas.

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