viernes, 14 de enero de 2011

Enero 4, 2011

Hace tiempo que no me atacaba un resfriado bariloche. Apenas comenzó el 2011 y ¡zaz! con todas sus fuerzas.
El primero se presentó hace más o menos siete años, cuando viajaba por la Patagonia argentina. Fue un resfriado marca diablo de esos que te joden el presupuesto (por el gasto que implican) y te alargan la estadía (por el reposo que precisan). Fue un resfriado tan violento, que me hizo sentir que dentro mío había sólo mocos buscando una salida. Dormitaba, pero no alcanzaba nunca el sueño profundo. Me alimentaba, pero no lograba encontrarle sabor a las cosas que engullía. Estornudaba. Sí. Básicamente, estornudaba. Fue un resfriado que me obligó a quedarme inmóvil por una semana entera, tumbada en una cama de albergue barato.

Cuando me atacó el segundo, casi un año después y mientras viajaba por Río de Janeiro, decidí bautizar a “ese” tipo de resfriados con el nombre del lugar donde se presentó el primero. Bariloche. Nada original, lo sé. Todos bautizan de la misma manera todo lo bautizable.

La cosa es que estos primeros días de enero, mi resfriado bariloche me tiene confinada en casa, esclava del papel de baño, echada en cama casi todo el tiempo. Y no hay nada que pueda hacer, como no sea esperar. Los resfriados bariloche, bien sabido lo tengo, precisan de paciencia. De paciencia más que de reposo. Nunca viceversa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario